lunes, 15 de agosto de 2011

El Rayo de Luna. Bécquer, el poeta puro.

"Era un rayo de luna que penetraba a intervalos por entre la verde bóveda de los árboles
cuando el viento movía las ramas".

EL RAYO DE LUNA
(LEYENDA SORIANA)

La leyenda se publicó en El Contemporáneo. Redujo el material a dos entregas, los días 12 y 13 de febrero de 1862, fiel a su idea de narrar lo esencial de las historias y dejar que sean los lectores los que llenen de contenido los silencios.

Entre la consideración que abre el relato: “yo no sé si esto es una historia que parece cuento o un cuento que parece historia” y el comentario personal a modo de conclusión: “Manrique estaba loco […]. A mí por el contrario, se me figura que lo que había hecho era recuperar el juicio.”, se encierra una verdad triste; el poeta que enloquece porque siempre llega tarde al rayo de luna que desgarra la oscuridad como una banderilla de fuego, la poesía que puebla de presencia el miedo a la soledad aunque se ame, que habita de luz la espesura de las sombras y el misterio de la noche.

GAB sitúa la acción en la Soria de la Edad Media. Admite que lo narrado puede ser ficción o realidad y que le ocurre a Manrique, un noble aficionado a la poesía. En la Leyenda plantea la obsesión del caballero solitario por la mujer esquiva y su transformación e identificación con un rayo de luna.

Manrique, como buen noble, es un hombre de armas que adorna con su afición a las letras. Ama la soledad. Necesita su silencio para imaginar su mundo. Se pasa las horas muertas ensimismado, viendo el trascurrir del agua del río bajo el puente, contemplando el crepitar de las llamas de una lumbre o sorprendiendo al lado de una sepultura “alguna palabra de la conversación de los muertos”. Poeta tan puro que considera a todas las estructuras poéticas conocidas, moldes incapaces de albergar sus pensamientos fantásticos. A veces se quedaba las noches de insomnio mirando las estrellas, imaginando bellezas a las que no podía conocer ni amar. No estaba tan loco como Don Quijote y Sancho a cuya extravagancia hacían corro las gentes y seguían los muchachos, pero encaminado a ello iba porque hablaba y gesticulaba a solas.

Los hechos ocurren en una antigua fortaleza de templarios, semiderruida, al otro lado del Duero. La hierba espesa campaba a sus anchas. Hacía tiempo que se había apoderado, había cubierto la superficie de los huertos y jardines, en otra época labrados por los laboriosos religiosos guerreros. Las enredaderas trepaban por las ruinas y los troncos de los árboles y los álamos se abrazaban en el cielo, arrojando su sombra a los caminos colmando la umbría de humedad y frescor.

A media noche y la luna en lo alto, Manrique cruza el río por el puente. Descubre a una mujer de blanco que se esconde entre el follaje al final de una alameda sombría. La sigue con la rapidez de una saeta. Se lanza como un rayo tras de ella que huye como una sombra. Desbroza el camino para avanzar. Nadie. Oye sus pasos. Ha hablado en una lengua extranjera. La sigue a la carrera, “Unas veces creyendo verla, otras pensando oírla; ya notando que las ramas por entre las cuales había desaparecido se movían, aún ahora imaginando distinguir en la arena la huella de sus breves pies […]”. Puede oler su perfume por entre la maleza. Nadie.

Sube a San Saturio. Al tender la vista observa una barca que se aleja a la luz de la luna que riela en su estela. Se precipita en dirección al puente sólo para descubrir cómo su rastro se pierde por las calles de Soria.

Desvanecida la esperanza de dar alcance a los de la barca, no cede en su intento de encontrar su morada. Dirige sus pasos hacia el barrio de San Juan, por calles oscuras, tortuosas y estrechas de profundo silencio, sólo roto por los pisotones, refregones y bufidos de los caballos inquietos en sus cuadras que lo sienten al pasar. Le detiene un rayo de luz que sale de la ventana gótica de un caserón y choca con la pared de enfrente. Manrique espera el alba junto a la ventana. Con el día, un escudero aún medio dormido abre la puerta, asaltado por las nerviosas preguntas de Manrique. La explicación del escudero de que allí vive solo don Álvaro, aún convaleciente de las heridas de la campaña contra los moros, causan el asombro de un rayo cayendo a sus pies.

A partir de ese desengaño, su vida ya no es vivir. Los pliegues del vestido blanco le asaltan como una obsesión de día y de noche: “Noche y día estoy mirando flotar delante de mis ojos aquellos pliegues de una tela diáfana y blanquísima; noche y día me están sonando aquí dentro, dentro de la cabeza, el crujido de su traje, el confuso rumor de sus ininteligibles palabras.” Su corazón le habla, le dice que la encontrará y “la gloria de poseerla excederá el trabajo de buscarla”. Azules sus ojos, negros sus cabellos para que floten en su alto talle. Voz suave como el rumor del viento en las hojas de los álamos y andar acompasado y majestuoso se la imagina. No concibe tanta identificación y amor no correspondido, por eso regresa al lugar donde la vio por vez primera dos meses más tarde.

En noche serena de luna llena, acariciada por el suave rumor de las hojas de los árboles, Manrique alcanza el claustro desierto y encamina sus pasos a la oscura alameda. Descubre el traje blanco de la mujer de sus sueños, a la que amaba como un loco. Entre temblores que crecen y aceleran sus pulsaciones descubre, al tiempo que estalla en una carcajada, que se trata de un rayo de luna que penetra como un rejón de luz por entre los árboles cuando el viento besa las ramas. Enloquece. Un escudero le propone vestirse de Don Quijote y echarse a los caminos, pero su locura es total, no admite recuperación. Sólo quiere la soledad: “Cantigas…, mujeres…, glorias…, felicidad…, mentiras todo, fantasmas vanos que formamos en nuestra imaginación y vestimos a nuestro antojo, y los amamos y corremos tras ellos, ¿para qué?, ¿para qué? Para encontrar un rayo de luna. “


Gustavo Adolfo Bécquer

Este comentario pertenece al grupo de lectura que desde La Acequia dirige su autor, el profesor Pedro Ojeda Escudero.



5 comentarios:

Pedro Ojeda Escudero dijo...

Es difícil recuperarse después de la visión de un rayo así.
Es la mejor forma argumental de construir una poética.

Abejita de la Vega dijo...

Vivimos persiguiendo rayos de luna, como Manrique, como Bécquer. Los rayos de luna se llaman gloria, felicidad, poesía...tantas cosas.

Bella entrada para una bella leyenda.

Besos, Pancho.

Gelu dijo...

Buenas noches, pancho:

Has escogido una de las leyendas más bonitas de Bécquer y parece autobiográfica, aunque en esta ocasión prefiera llamarse Manrique.

Abrazos.

Myriam dijo...

Ya sabes que esta leyenda de Bécquer está muy dentro mío y que mi Alejandro encontró su rayo de luna.

Besos

Myriam dijo...

Marianne Gambell te deja también saludos y seguirá tu consejo. ¡Gracias!