jueves, 29 de diciembre de 2016

Niebla (9) Miguel de Unamuno. Atrapado en torre extranjera.






" Y yo soy el Dios de estos dos pobres diablos nivolescos"


Niebla (9) 
Miguel de Unamuno 

A partir de la visita de Augusto a don Antolín Sánchez Paparrigópulos la novela se acelera, abandona el pausado paso castellano y coge ritmo de caballo trotón desbocado. Tocamos con la mano la tragedia final, como esas piraguas desmandadas que vemos en las películas arrastradas por la torrentera hacia el despeñadero de la catarata. Un Iguazú de tensión narrativa. Capítulos breves, ágiles, nerviosos y temblorosos como una gacela que huele el peligro del paso del río Mara. Con prisa por terminar, para qué alargar la agonía de algo que sabemos el final desde el prólogo. 

Antes de sumergirnos en el pozo sin fondo del pensamiento de Unamuno que penetra en la mente confusa de Augusto Pérez como un bisturí y después de la visita a don Antolín y el encuentro con Rosarito, Augusto sigue con la gira hogareña, de casa en casa. Va a casa de Víctor el prologuista. No olvidemos que es familiar del autor y amigo de Antolín como él mismo señala en el prólogo, por lo tanto no es un advenedizo sin importancia en el relato. 





"Pensar es dudar y nada más que dudar"

Con la excusa de saludar al recién nacido e interesarse por el amigo, le pregunta por la nivola que está escribiendo. Le lee párrafos elegidos al azar que le parecen subidos de tono. Lo que para Augusto es pornografía,  para el autor es crudeza, un “modo de excitar la imaginación para conducirla a un examen más penetrante de la realidad de las cosas; estas crudezas son crudezas... pedagógicas.” La tendencia a “los chistes lúgubres, las gracias funerarias,” tema universal de todas las literaturas, la realidad más absoluta que por mucho que se quiera camuflar, no hay manera de darle esquinazo. Hacia ella caminamos desde que los antepasados nos engendraron sacándonos de la misma nada. Víctor admite que escribe con fines terapéuticos, para sanar las soledades del alma y del cuerpo, para sacar a Augusto de los apagones peligrosos. Admite que se divierte escribiendo: “La risa no es sino la preparación para la tragedia.” De la misma forma que la calma es el heraldo que anuncia la tempestad. Le recomienda que se case para dejar de ser un solitario. El matrimonio no tiene remedio, como tampoco lo tiene ningún experimento. Si realmente quiere experimentar el alma de una mujer, le aconseja que no se fíe de lo que diga un matasanos que no haya experimentado antes en su propio cuerpo. Por ejemplo, que no se fíe de un cirujano que no se haya amputado antes un miembro propio. Zambullirse en los huecos del aire sin paracaídas, sin trampa ni cartón. La verdadera psicología de la mujer se comprende sólo en el matrimonio. Las experiencias extensivas de soltero son metafísicas. Lo mismo da más allá o más acá de lo natural. Igual que más allá es lo mismo que más acá. Si continuamos una recta por los dos lados, terminan por juntarse en el infinito, con lo cual, podemos concluir que toda recta es curva. Si no lo entiende, si lo duda, es que lo piensa. 

Dudar es pensar. 

Y pensar, dudar. Con lo cual, es la duda la que hace al pensamiento dinámico, algo vivo, mientras que el conocimiento o la fe son algo estático, quieto, muerto. Qué hábil es don Miguel para irnos metiendo poco a poco en filosofías, para hacerse entender sin abandonar las palabras mayores. Filosofía, metafísica, palabra inspirada, palabra fértil, voces fecundas. Sin que nos crujan las cuadernas al leer la intervención final del autor, justo antes de echar el telón a la conversación entre Augusto Pérez y Víctor Goti en la que se reivindica como Dios único y creador de sus marionetas, que no pasan de ser “pobres diablos nivolescos.” 

Decidido a echar su cuarto a espadas de manera definitiva, Augusto siente un latigazo por dentro, se arma de valor, aunque ella le diga que no. Se dirige a su casa para acabar de una vez por todas con el experimento psicológico. Se topa con ella y su sombrero que bajan la escalera y se apoca, batalla perdida en el primer encontronazo. De experimentador pasa a ser rana de experimento. Esta vez no escapa de la ratonera. Cuando de sus labios sale la petición de mano, rápidamente Eugenia, sin quitarse el sombrero, le echa el buen provecho, no se vaya a arrepentir y con don Fermín de testigo. 

El compromiso de la pedida le cambia la vida a Augusto como cambian las cosas vivas. Abandona las experiencias psicológicas extramuros, bastante tiene con lo de casa. Siempre atento y temeroso a la ética y estética del "¡Eh, cuidadito y manos quedas!" Le tiene a ración, con la vista basta. El apetito encendido, la inspiración en los ojos, fuentes de luz viva. Uncidos el espíritu y la materia a la yunta para arar juntos la vida que les quede. Se lo dice en endecasílabos comunes, con acento en la sexta y décima sílabas, rítmicos como sólo los hacía Unamuno cuando se ponía en serio a ello. Pero a ella le parecen tan poco musicales como su piano, unas rimas ripiosas más que eugeniosas. 





"¿Es que de no haber domesticado el hombre al caballo no andaría la mitad de nuestro linaje llevando a cuestas a la otra mitad?"

Ya metidos en harina, ella le dice que nada de perros en su vida en común. Y ya puede irle buscando un oficio a Mauricio. Que quede bien claro quién es el que manda y quién es el mandao. 

Mauricio se presenta un día en casa de Augusto para agradecerle el puesto de trabajo y decirle que piensa llevarse a Rosarito como consuelo porque "a los despreciados se nos debe dejar el que nos consolemos los unos a los otros.” Nace así una relación copiada a la que ya Antonio le había contado a Augusto en el casino, heraldo de lo que iba a sucederle a los personajes protagonistas de la historia principal. A Augusto le dan ganas de extrangular al hombre que sabe tanto de él y de Eugenia, pero al mismo tiempo hay algo que les une. 

Al mirarse en los ojos de Mauricio se ve empequeñecido, casi diminuto, como se había sentido antes al mirarse en los ojos de Rosario. Una niebla espesa envuelve la habitación. Se desmadeja, la fuerza alejada de los brazos. Quisiera estar soñando, pero la visita de Mauricio es realidad, lo atestiguan los de casa y la tristeza de Orfeo que se huele que con la llegada de ella, estorban uno de los dos. Es injusto porque de no haber sido por los animales, las caballerías, que descargaron a los humanos de los trabajos más duros, -la esclavitud de la animalidad- aún media humanidad seguiría cargando con la otra media. A ellos se debe gran parte de la civilización. Y a las mujeres. “¿No es acaso la mujer otro animal doméstico? Y de no haber mujeres, ¿serían los hombres, hombres?” A ver, a ver cómo se las arregla don Miguel para salir de este jardín sin flores.


Six o'clock, TV hour, don't get caught in foreign tower
Slash and burn, return, listen to yourself churn
Lock him in uniform and book burning, blood letting
Every motive escalate, automotive incinerate

Light a candle, light a motive, step down, step down
Watch a heel crush, crush, uh oh, this means no fear
Cavalier, renegade and steer clear
A tournament, a tournament, a tournament of lies
Offer me solutions, offer me alternatives and I decline


It's the end of the world as we know it
It's the end of the world as we know it
It's the end of the world as we know it
And I feel fine, I feel fine
Michael Stipes/REM





Este comentario pertenece al grupo de lectura colectiva que desde La Acequia coordina y dirige desde hace unos cuantos años su autor, el profesor Pedro Ojeda Escudero.



miércoles, 21 de diciembre de 2016

Niebla (8) Miguel de Unamuno. Apagar el fuego.





"La fe es transportadora de montañas"


Niebla (8) 
Miguel de Unamuno 

La visita que Augusto le hace a Antolín Paparrigópulos, experto investigador, es una antología. Lo hace para interesarse por la psicología femenina, pero en realidad no es más que una excusa para que el autor se extienda sobre el papel primordial que juegan los críticos en la difusión de una obra literaria. Por ende, de cualquier otro arte, así como las intrigas y envidias entre ellos (como el navajeo en los partidos políticos.) 

Después de las divagaciones sobre la existencia ante el espejo, Augusto se muestra confundido, absorto ante la torrentera de lluvia; no sabe si ir o venir, indeciso como el asno de Buridán que se muere de hambre por no saber de qué montón de heno comer. Paralizado en mitad del incendio coronario entre Eugenia y Rosarito. Le embiste a los vuelos de la falda de cualquier cigarrera, hasta Liduvina con cincuenta, “aún está de buen ver.” En vista de que Orfeo no se define ni por una ni por otra, decide consultarlo con don Antolín Paparrigópulos, experto en estudios monográficos sobre la mujer, pero sólo en libros que es menos expuesto tratándose de ellas. Sin pasar de las palabras a los hechos. Y si ellas son de siglos atrás, mucho menos expuesto todavía para quien las estudia. “Tarea le mando.” 

Hay momentos en los que parece que Unamuno se ceba de mala manera en el personaje de Antolín Paparrigópulos y otros en que lo absuelve de todas las maldades. Lo ataca por su erudición desmesurada. Una persona joven con personalidad definida y discurso propio que proviene del estudio importante y dedicación continuada a la lectura. A través de este personaje canaliza una crítica corrosiva a los opinadores que escriben de oídas, por primeras impresiones o sin ahondar en la lectura. Al final se hace querer porque resulta ser un lector fecundo, hondo, que ya le suenan las cosas, por lo tanto puede comparar. Le sacude tanto, que le surgen defensores. Uno no entiende por qué el autor tiene que criticar a un lector minucioso que dedica su tiempo a intentar interpretar los textos. ¡Pobre hombre! Nada malo hay en pensar en castellano neto, limpio castellano. Sin dejes decadentes de modas parisinas, ni brumas norteñas, más frecuentes entre bebedores de cerveza cabezona que de sano tinto peleón de Valdepeñas. De ahí proviene la rareza de Schopenhauer. De paso le arrea estopa a los paleólogos y arqueólogos que de un hueso construyen el animal entero y con un asa de puchero toda una civilización antigua. 


"Envidiosos de antemano de la fama que prevén le espera, tratan de empequeñecerle." 


“Todo lo que en extensión parece ganarse, piérdese en intensidad.” Se repite el experto estudioso como una manía. Algo parecido ya se dice en muchas casas, establecido como verdad universal por la sabiduría popular: Mucho y bien, busca quien. A los estudiosos califica de “abnegada legión de los pincharanas, cazavocablos, barruntafechas y cuentagotas de toda laya.” Seguro que a los blogueros nos llamaría capacobardes o algo parecido (desafortunado adjetivo que García Calvo da a los matones de patio y canta Amancio Prada). A Schz Paparrigópulos hay que verle en la suerte (los tres tercios de la lidia). Aconseja estarse quieto, no hacer nada. Para qué hacer si la gente seguirá yendo a la taberna aunque lea la “edición popular de los apólogos de Calila y Dimna con una introducción acerca de la influencia de la literatura índica en la Edad Media española” Ahora está inmerso en un trabajo arduo sobre la historia de los autores españoles oscuros, aquellos olvidados que no figuran inscritos en etiquetas ni generaciones. 

Nada malo existe en “introducir la reja de su arado crítico, aunque sólo sea un centímetro más que los aradores que le habían precedido en su campo, para que la mies crezca, merced a nuevos jugos, más lozana y granen mejor las espigas y la harina sea más rica y comamos los españoles mejor pan espiritual y más barato.” Pero surgen otros eruditos singulares que, envidiosos de la fama que se prevé de los estudios o porque no se les ocurriera a ellos antes, le acusan de oscurantismo, de borrar sus propias huellas investigadoras o de plagiar autores extranjeros, ignorantes de que la fe mueve montañas y hablan de oídas porque Paparrigópulos aún está por dar algo a la estampa. Tiene el defecto de no ponderar los textos originales, una obra tiene valor si ha merecido el juicio de eruditos, a ellos se dirige como referente. Los textos originales son textos muertos. 

Paparrigópulos le señala que para comprender a la mujer hay que sacrificarse y dice una verdad como un templo: “La obra humana es colectiva; nada que no sea colectivo es ni sólido ni durable...” Es decir que si la Divina Comedia, un lienzo de Velazquez o una tragedia de Shakespeare existen, solo fue posible porque hubo otros que trataron el tema antes. La reescritura, el eterno palimpsesto del arte. Cuántos textos maravillosos son textos muertos, totalmente olvidados porque no tuvieron la fortuna de que algún Paparrigópulos se fijara en ellos. Augusto termina la visita con el revelado de un misterio, el enigma del alma de la mujer. Sabe que esto le traerá problemas de la mitad de la población humana y hace como Cervantes, recurre a Cide Hamete, el narrador inestable. En este caso habla a través de la pluma de un desconocido escritor holandés del Siglo XVII que afirma: “Así como cada hombre tiene su alma, las mujeres todas no tienen sino una sola y misma alma, un alma colectiva, algo así como el entendimiento agente de Averroes, repartida entre todas ellas.” 

Es por eso que Augusto Pérez al enamorarse de una, se enamora de todas a la vez. La ciencia es comparación, pero en cuestión de mujeres no es lo mismo porque “quien conozca una, una sola bien, las conoce todas, conoce a la Mujer." 



"Hay que guardar el agua del pozo,  no la del manantial."

Además, también rige en cuestión de mujeres que “lo que se gana en extensión se pierde en intensidad.” Y Augusto lo que quiere es dedicarse al cultivo intensivo, no extensivo de la mujer. Si de lo que se trata es de comparar mujeres, mejor tres, el número mágico, la dualidad nunca cierra, por lo menos la terna para cerrar el poliedro. La teoría de la cuadratura para cerrar el círculo se ajusta a su caso particular. Él tiene a Eugenia que le habla a la cabeza; Rosario que le dispara al corazón y Liduvina que le atiende el estómago. Las tres facultades del alma: inteligencia, sentimiento y voluntad. 

Augusto pone la cabeza a divagar,  como de costumbre traza un plan. Pedirá relaciones de nuevo a Eugenia y como es mujer de palabra, lo rechazará aunque solo sea por salirse con la suya. Rosarito siempre espera y como no sabe bien qué decir, hace. La cubre de besos, la achucha y ella corresponde. Se sorprende “acariciando con las temblorosas manos las pantorrillas de Rosario.” Pero como es raro, lo que quiere es mirarse en los ojos de una mujer. Al verse tan insignificante que casi ni se encuentra al palparse, la despide de casa entre la cara de estupefacción de ella por la locura de enfrente. Confiesa que no sabe lo que hace, pero lo que no se sabe es lo que no se hace. 

Sale a la calle con la sensación de “que el tiempo perdido no vuelve trayendo las ocasiones que se desperdiciaron.” La calle le calma, la muchedumbre es como el bosque que diluye lo individual del árbol, pone a cada uno en su lugar, lo reencaja. La locura le aplasta, no le abandona la sensación de estar loco.



Que con el aire que tu llevas 
cuando vas a caminar 
hasta el farol de la cola 
que tu lo vas a apagar 

To el agüita del mar 
ni con toíta el agüita del río 
podrán apagar el fuego 
de un corazón encendío
Fosforito





Este comentario pertenece al grupo de lectura colectiva que desde La Acequia coordina y dirige su autor, el profesor Pedro Ojeda Escudero.



miércoles, 14 de diciembre de 2016

Niebla (7) Miguel de Unamuno. Un engaño perfecto.








" Emprendería el viaje, ¿sí o no?"

Niebla (7) 
Miguel de Unamuno 

Por dos veces las mujeres que le cercan le sacan los colores. Augusto no es de piedra, en las distancias cortas se desmorona. Y por dos veces los de casa, Domingo y Liduvina, en vista de las trazas le aconsejan que se dedique a la política. Los políticos sí que saben surfear entre el oficio y el beneficio. También en doble ocasión Augusto ha soltado prenda a Rosarito y Liduvina con eso del largo viaje. Y como es hombre de palabra, se siente obligado a cumplir después de decirlo y pensarlo con calma. Ellas no se dan por enteradas de la decisión. 

Eugenia se presenta en casa de Augusto para agradecerle en persona el donativo de la hipoteca, encuentra a su hombre desconfiado y a la defensiva. Se enroca aún más en su torre cuando ella expone el argumento diabólico: “¿Cree usted que es fácil que después de lo pasado y sabiendo, como ya se sabe entre nuestros conocimientos, que usted ha deshipotecado mi patrimonio regalándomelo así, es fácil que haya quien se dirija a mí con ciertas pretensiones?” Ella sigue dale que te pego con la farsa, se hace la víctima; una lágrima furtiva de mujer fatal, hecha toda ojos húmedos, rueda por las mejillas. Es ella la que le desestabiliza, le hace ir y venir y dar más vueltas que un argandillo. 

Por mucho que lo intenta, Eugenia tiene difícil darle la vuelta a la situación, su mercancía está demasiado averiada. Su plan consiste en hacer al donador culpable, que sienta la culpa de ser generoso. No se explica bien el rechazo de una ayuda porque venga del enemigo que tiende la mano. 

Un ¿Qué hay? de Augusto al que llama a la puerta en el momento más inoportuno rompe el instante en que el hielo parecía comenzar a derretirse. Es Rosario la que aparece con el cesto de la ropa planchada, viene a dar razones a Eugenia para rasear el desnivel. Al final se igualan los trigos. Él también tiene a otra. Se pone el sombrero y abandona la casa garbosa. Baja las escaleras pisando fuerte. Desde un descansillo alza la vista y saluda con la mano sin pararse. La Rosario aguarda. Los diecinueve años tersos de frescura dan para llamarle infeliz y pobre hombre. El hombre nada pobre puede confiar en su febril juventud, más fiel que Orfeo

Domingo le aconseja que se case con las dos a la vez. El dinero todo lo compra. No hay Otelas entre ellas. Ellas hacen la vista gorda si en el conjunto va todo incluido, el comedero y vestidero sin tasa. Si lo sabrá él que lo ha visto en las casas que ha servido.




" Tú sabes que en Portugal eso de los fuegos artificiales, de la pirotecnia es una bella arte."


Unamuno también incluye en la novela pequeñas historias intercaladas, como Cervantes en el Quijote. Así puede considerarse el relato triste de la propia vida que don Antonio le cuenta a Augusto en el casino. El autor recurre a ejemplos distintos para explicar su visión de los diferentes tipos de paternidad. Resulta que Antonio se casa loco de amor con una mujercita reservada, callandrona y enigmática como una esfinge. Los ojos garzos y dulces, como dormidos, sólo despiertan para chispear fuego. Ella lo admite de novio en un repentino ataque epiléptico; en otro, dice sí ante el altar; y en otro más, se larga de casa con un hombre casado (como el marido de mi madre que se largó con la peluquera de Sabina). Poco después del abandono, Antonio hace por conocer a la abandonada con hija. Del emparejamiento nacen cuatro hijos. Sus amores son “unos amores secos y mudos, hechos de fuego y rabia, sin ternezas de palabras.” Amores sin romanticismo, pero duraderos, a la contra del ladrón que le robó lo más querido. La hija primera ya es mayorcita y se casará cualquier día. 

De la paternidad deseada a otra menos querida al principio, pero luego aceptada y agradecida. El caso de Víctor es paradigmático y representativo de los beneficios de la paternidad. El chiquillo recién llegado, el intruso lo llama, le tiene ciego. La discapacidad visual le traslada por asociación a los fuegos artificiales en versión portuguesa. Quien no ha visto Lisboa, no ha visto cosa boa. El fogueteiro tenía una mujer hermosa a la que exhibía para dar envidia a los demás, era inspiración y musa de sus composiciones pirotécnicas. Obras de arte efímeras como un chispazo fugaz de valentía ante los alfileres de colores, los pitones en puntas de un toro bravo. Un accidente con el material explosivo le dejan ciego para siempre. A ella, la belleza primera desbaratada. A pesar de su ceguera el sigue con su porte arrogante porque no puede ver el rostro desfigurado de ella, sigue siendo la mujer más guapa del mundo para él. Valora lo indecible que le sirva de apoyo y lazarilla. Eso le pasa a Víctor con Elena a pesar de darle al intruso o precisamente gracias a ello. 






"Éstos, éstos son los que nos hacen viejos"

Una ceguera semejante deriva al miedo de Augusto a mirarse en un espejo porque termina por dudar de la existencia propia. Darse cuenta de ser un sueño, un ente de ficción. No lo puede evitar por su manía a la introspección. Y si uno no se reconoce, tampoco lo hace con lo más cercano. Igual que uno no se da cuenta del envejecimiento y afeamiento sino en los hijos que son los que hacen a uno envejecer. Así que le recomienda a Augusto que no se case si es que quiere gozar de la ilusión de la eterna juventud. Que se quede soltero y solo al brasero de picón, para dedicarse a pensar como hicieron Descartes, Pascal, Espinoza, Kant e incluso Sócrates que despachó a Jantipa el día que iba a morir, ya en el lecho de muerte para que no le perturbase. Pero eso es una novela contada por Platón. O nivola. 

La calle no está para filosofías, le da una peseta a un pobre que le pide que distribuya la riqueza un poco porque dice que tiene siete churumbeles al sol. Qué otra cosa pueden hacer los pobres sino hacer hijos para los ricos. Otra manera distinta de paternidad. El pobre va corriendo a la taberna más cercana a invertir en vino la limosna.


We stood at the altar 
The gypsy swore our future was bright 
But come the wee wee hours 
Well maybe baby the gypsy lied 
So when you look at me 
You better look hard and look twice 
Is that me baby 
Or just a brilliant disguise
Bruce Springsteen









Este comentario pertenece al grupo de lectura colectiva que desde La Acequia coordina y dirige su autor, el profesor Pedro Ojeda Escudero.



jueves, 8 de diciembre de 2016

Niebla (6) Miguel de Unamuno. Un cielo lleno de estrellas.







 "¡[...] Vio el incendio de un ocaso sobre un tejado y alguna vez destacarse sobre el oro en fuego del espléndido arrebol el contorno de un gato negro sobre la chimenea de una casa!"

Niebla (6) 
Miguel de Unamuno 


Unamuno repite la misma estructura en bastantes capítulos. El capítulo dieciocho es una buena muestra: primero un diálogo vigoroso entre dos personajes y el comentario que al protagonista le sugiere lo que acaba de vivir, la rumia intelectual de Augusto desconectado de la realidad, divagando sobre los hechos y trazando una realidad paralela en su pensamiento. En este caso se trata de Rosario, la chica que pasa de vez en cuando por su casa a plancharle la ropa. Rosario es una joven que conjuga la voz y la mirada, serenas y claras las dos. Normalmente despacha con Ludivina. ¿Qué hará esta señora además de enredar? Bueno, ahora tiene el trabajo añadido de Orfeo, que no es moco de pavo aviar a un perro de casa, perfecto para no acabar el día desocupada. Hoy le dice que espere al señorito que estará a punto de llegar. Augusto le sugiere que es mejor que se olvide de lo del otro día, seguir con aquello es una locura por el desorden de emociones que le provoca. No sabía lo que hacía, pero la arrima, hasta sentir que tiembla como las hojas de un chopo mecidas por la brisa fresca. La sangre hace surcos por las venas, acelerada por los arreones del corazón. Aunque ella rompe a llorar, Augusto no le hace mucho caso, ya solo piensa en emprender el viaje definitivo y la separa. Un miedo primitivo se le agarra a las entrañas, tiene miedo de ella y de la mediadora, Ludivina, que le encanta meter las manos en los sacos de legumbres a escondidas del tendero de la esquina, como a Amelie. El gran Galeoto, la sociedad, la Celestina enredadora, todo influye. Se abalanza sobre ella y la besa sin besar, le da un beso seco moviendo la cabeza. La echa de casa, a vivir al puerto seco. 



¿A París y con mujer? ¡Eso es como ir con un bacalao a Escocia!

A solas con Orfeo elucubra sobre la verdad y la mentira. La única verdad es el hecho fisiológico, contarlo es ya mentira, porque “el hombre en cuanto habla, miente.” Miente más que habla, hablar es mentir, ya lo dice la sabiduría popular que es sabia. Unos lametones de Orfeo, más húmedos que los besos a Rosario le sacan de los abismos personales. Orfeo no miente porque no habla. La palabra se hizo para revestir la verdad con sensaciones exageradas. “Todos personas, todos caretas, todos cómicos” que representan un papel en el teatro de la vida. Y se van a cenar, que el hambre existe como existe la última tierra. 

La Amelie trotaconventos de Eugenia es su tía Doña Ermelinda. Se presenta en casa de Augusto con un recado, lleva la misión de pedir perdón por la no aceptación de la retirada de la hipoteca. Ahora la sobrina acepta el regalo, pero sin ningún compromiso. Las gracias y basta, que los hombres son todos unos brutos. Augusto parece enfadarse con la ofensa, no es que rechace las excusas, pero él no es sustituto, ni vicenovio, ni plato de segunda mesa, ni un piano. “Aquí hay otra, no me cabe duda; ahora sí que lo reconquisto” se conjura Eugenia para la reconquista cuando su tía regresa con las novedades de la entrevista; la rebeldía de Augusto que proclama su “yo soy yo” personal. 

Ella ya no es imprescindible, “lo que sobran son mujeres.” A ella le debe su despertar al deseo, pero ahora está también Rosarito y su inocencia maliciosa, nueva edición de la Eva eterna. Ella lo ha bajado a empujones de lo abstracto a lo concreto, a amar lo propio, a rechazar los Mac Donalds y a ponderar la comida casera, el tradicional plato de cuchara. Valora más los muebles enteros,  hechos con paciencia por carpinteros locales y desecha los pasillos interminables de los almacenes de muebles nórdicos, a medio hacer. 



"Así jugamos también los mayores. ¡Tú no eres tú! ¡Yo no soy yo!"

Con el corazón encendido por ardores revolucionarios y la autoestima inflamada hasta el techo, sale a la calle a darle espacio, a gritar a los cuatro vientos la rebeldía, a proclamar la independencia en un cielo lleno de estrellas de Coldplay. Pero la realidad de la calle le baja los humos, el cielo sobre la cabeza pesa demasiado. En la calle la gente va a lo suyo, indiferente a sus divagaciones y existencia. El yo soy yo se va achicando y achicando hasta replegarse en un rinconcito reducido a la mínima expresión. Entre la muchedumbre el yo se diluye en una sombra, en un fantasma que no se siente a sí mismo, como el crepúsculo que se extingue a la espera de la noche que nunca acaba. “Empezó a recorrer la noche como un sonámbulo.”



'Cause you're a sky, 'cause you're a sky full of stars 
I wanna die in your arms 
'Cause you get lighter the more it gets dark 
I'm gonna give you my heart

Coldplay






Este comentario pertenece al grupo de lectura colectiva que desde La Acequia coordina y dirige su autor, el profesor Pedro Ojeda Escudero.


martes, 29 de noviembre de 2016

Niebla (5) Miguel de Unamuno. Hambre de la última tierra.





¿Y qué es eso, qué es nivola?


Niebla (5) 
Miguel de Unamuno 

Augusto cambia el humo con olor a cera de la iglesia de San Martín por el ambiente enrarecido del humo lento y alto de los habanos y cigarros del casino provinciano. De niebla en niebla. Esa noche Augusto no tiene rival en la partida de ajedrez. Enfrente no hay concentración, Víctor está en otra cosa. Salen a la noche clara, enchinarrada de estrellas unamunianas, hablan mientras pasean. El pensamiento enredado en los conflictos conyugales. Augusto se hace de nuevas cuando Víctor le dice que lo obligaron a casarse  muy joven a causa de un desliz. Sorprende la edad de Víctor, cinco años mayor que su amigo cuando todo hacía indicar que el discípulo prologuista fuera más joven. Andando los años y no venir los hijos comienzan los morros y los reproches mutuos: Que si “tu no sirves y quien no sirve eres tú” Que si el manso eres tú que yo soy bravo como la lumbre y así todo. Resumiendo: enemigos uno del otro. 

Después de una porción de años intentándolo de todas las maneras, se calman y se resignan. “Nos habituamos uno a otro, nos hicimos el uno costumbre del otro.” Entran en un periodo revolucionario de regularización de la zafra, allí todo está pautado, como intervenido por rígidos protocolos intocables. Obligatorios planes quinquenales, atados de pies y manos a la monotonía inalterable del reloj de arena. Con el fin de aliviar la culpa ante la incapacidad de regenerar la raza humana, adoptan un perro; pero los perros mueren antes que los amos y es tal la pena que los inunda que determinan no querer más perros ni cosa viva ninguna. Deciden huir de la muerte, esconderse de ella para ver si la parca se olvida de ellos. Esta reflexión que es normal en los tiempos que corren,  debió ser adelantada para su época. Se dedican a cuidar muñecas peponas, mudas del todo y que no dan un ruido, además al comer no se le atraviesan huesos en la garganta. 

Doce años más tarde Elena se queda embarazada. La naturaleza les juega una mala pasada; les rompe la paz, resurgen los desencuentros, las cañas se vuelven lanzas y aparecen los vómitos como una de las molestias anejas al estado interesante. Hace ya una semana que no sale de casa porque le da vergüenza, teme que la miren y le hagan corro los muchachos como a la estantigua de don Quijote al entrar en las aldeas. Antes de separarse, Víctor le aconseja que se piense bien lo de casarse con la pianista. Y antes de acostarse comenta con Orfeo todas las incidencias de un día ajetreado en el que le han acusado de querer comprar el cuerpo de la dueña por pagar la hipoteca de una desahuciada, ya ni caridad le dejan hacer los centinelas de la rectitud moral. Y además le han aconsejado que se case y que no se case.





"Si hubiera venido... el nene o nena, lo que fuera..."

Doña Ermelinda entra en escena para intentar espantarle  a su sobrina los pájaros de la cabeza. Eugenia le explica los planes con su novio: Mauricio ya cambiará si me ve trabajar de pianista. Una vez aliviada de la carga de la hipoteca, trabajará con más ahínco y si no cambia, no pasa nada; el dependerá de ella y cuanto más dependa de ella, más suyo será. Al fin y al cabo ella también tiene derecho a comprar un hombre. 

Para entonces Augusto ya está en otra guerra, su generosidad es transversal y trascendente. Renuncia a la mano de Eugenia y se compromete a buscarle un trabajo a Augusto para que no digan de él que es un mantenido. Luego hace de profeta descarriado que lanza una premonición fatal para él y para la historia: “Emprenderé un largo y lejano viaje.” Se quitará de en medio para dejar de estorbar. 

Eugenia quiere apretarle las clavijas a su Mauricio en el cuchitril de su madre la portera, pero es duro de roer. Ella cede un poco, ya se muestra dispuesta a seguir trabajando si Mauricio accede a casarse, pero tampoco cuela. Solo hay una cosa peor que trabajar y es que digan por ahí que Mauricio Blanco Clara (blanco nuclear) vive de su mujer. ¡Qué humillación! Así que le propone que ella acepte al panoli de Augusto y ellos a pegarse la vida padre. Esta salida de pata de banco es un bajonazo infame que la deja sin resuello, hecha un Orinoco de lágrimas. A Mauricio el sofocón le dura bastante menos. Sale a la calle con el cartel de libre a la solapa, convencido de su poder de seducción con las mujeres, un don Juan Tenorio empedernido, consciente de que Eugenia le va a poner de patitas en la calle como le comenta a su amigo Rogelio





"Di tú que he sido"

De vez en cuando aparecen en la novela personajes secundarios de breve recorrido, una sola intervención es suficiente. Una suerte de personajes tomados de la vida real que son descendientes directos de Rinconete y Cortadillo, dotados de un fascinante instinto darwinista de supervivencia, imprescindible para sobrevivir en el patio de Monipodio. Don Miguel los saca a la palestra para denunciar la golfería que impregna amplias capas de la sociedad. Ya nos ha presentado a Mauricio, un ejemplar único que emplea todo su tiempo en estudiar para el escaqueo. Ahora lo hace con don Eloíno Álvarez de Alburquerque y Álvarez de Castro, hidalgo tieso como la mojama que vivirá cien años porque siempre huyó del trabajo que desgasta como el diablo de la cruz, a pesar de su alojamiento en precario, tampoco vamos a pedir “gollerías ni canguingos en mojo de gato” por cuatro pesetas. Lo rubrica Augusto enfundado  en su  máscara de héroe: “Sí, sé de más de uno, amigo Víctor, que se ha casado nada más que para que el Estado no se ahorrase una viudedad. ¡Eso es civismo!” Todo esto para introducirnos uno de los pasajes más famosos y más ampliamente citados de Niebla y quizás de toda la producción literaria de Miguel de Unamuno. (Cuánto escribían estos autores para tan pocos lectores como tenían). Cómo se escribe una novela en pocas palabras. El proceso de escritura de una nivola, relato metaliterario basado en mucho diálogo porque es lo que quiere leer la gente del común. Las descripciones, las paradas narrativas son paja: “Solo el dialogo, no es paja.” Como ocurría en la subliteratura que frecuentábamos: las novelas del oeste o las novelas de amor de Corín Tellado,  verdaderos bombazos literarios con un mercado subterráneo de intercambio popular y espontáneo. Y si hace falta, para darle un interlocutor a un monólogo se inventa un perro mudo.

Caminito de Santiago, 
enchinarrado de estrellas,
tus peregrinos se mueren
de hambre de la última tierra
Miguel de Unamuno/Nino Sánchez






Este comentario pertenece al grupo de lectura colectiva que desde La Acequia coordina y dirige su autor, el profesor Pedro Ojeda Escudero.

miércoles, 23 de noviembre de 2016

Niebla (4) Miguel de Unamuno. Volcar el cielo.






"Augusto temblaba y sentíase como en un potro de suplicio en su asiento"



Niebla (4) 
Miguel de Unamuno 

Don Fermín es buena gente y tiene buen corazón, de buena gana habría sido uno de los pastores que hubieran acompañado a don Quijote y Sancho a la Arcadia durante un año de no haber muerto el hidalgo antes de tiempo. Pastores y zagalas de sobra. Llegar y besar el santo. Cree en la Acracia, ese paraíso donde todo se nos es dado por pertenencia, por el simple hecho de tener una ideología periférica, porque yo lo valgo. Además habla esperanto y discrepa de la creencia que establece que para casarse sea necesario conocerse antes. Piensa,  y lo dice, que el único conocimiento eficaz es el conocimiento penetrante, “post nupcias.” 

Augusto Pérez está grogui, medio ausente, como el boxeador al que han dejado calentito, el día que se presenta en la casa de Eugenia para conocerse y hablarse. Eugenia resulta ser un jardín prohibido, no una  zagala fácil, una mujer difícil que hace sudar y a la que hay que poder. Un pequeño erizo. Distante e indiferente se dirige a Augusto como caballero y con el don por delante que le dan mal fario. 

Don Fermín ve en ella su creación, un reflejo de las doctrinas emancipadoras de la mujer que le ha inculcado desde la cuna. Augusto sale de la casa gozoso, “como aligerado de un gran peso.” El corazón incendiado, su nuevo mundo iluminado por su frialdad de nieve y dos estrellas invisibles. Volcado el cielo, comienza una nueva vida. 




"Un rostro todo frescor de vida y sobre un cuerpo que no parecía pesar sobre el suelo"


Eugenia tiene novio formal, tiene a su Mauricio sin oficio ni beneficio. A ella le gustaría ser como Augusto Pérez o Mauricio que viven sin trabajar, pero la hipoteca de por vida que le dejó su padre de herencia la han hecho profesional de la enseñanza musical. Su casa es un trasiego continuo de pianistas aprendices porque no hay forma humana de transportar un piano. Bien distinto a don Acisclo, siempre pegado a su Guarnieri mejicano con esmeraldas incrustadas. 

Una conversación ágil y vigorosa entre Eugenia y Mauricio en el edificio donde Marta, madre de Mauricio, trabaja de portera, ocupa el capítulo nueve por completo. Un capítulo nominal y equilibrado. Mauricio y Eugenia, tanto monta, se citan diez veces cada uno. Ella le pone las peras al cuarto: o es hombre y se pone a trabajar o se echa en brazos de los ojos que le piden limosna, ojos de mendigo augusto. Esta mujer domina todas las suertes, aquí se ayuda del chantaje para espolear la pachorra amorosa y profesional del pretendiente. Ella se va taconeando y pisando fuerte calle alante, tiene en la mano el unicornio azul y no lo va a soltar hasta salirse con la suya. 

Mientras tanto en el casino Augusto también ha recobrado las fuerzas, la visita a Eugenia ha arado hondo, le ha removido las entretelas del alma, le ha puesto blandura al surco como de tempero tierno donde antes solo existía amargura, tierra dura y aplastada. Le ha dado cuerda al reloj parado de su autoestima.  

En las cosas del querer no es lo mismo vencer que ser vencido porque ser vencido significa que ella se va con otro. Por lo tanto, su objetivo a partir de ahora será vencer en el combate del amor. Una batalla que no puede perder. Ni excusas ni contrapesos, se conjura a entablar una lucha sin cuartel hasta rendir el fortín. 

Todas las mujeres le parecen ahora hermosas. Hay otras para el otro, pero Eugenia sólo es una y a esa la hago mía. Qué dilema, ella es solo una y ellos dos. Hay que organizarse, una de dos o me llevo a esa mujer o entre los tres nos organizamos (como cantaba Aute). La calle es un paraíso poblado de zagalas rubias, morenas, risueñas, hermosas todas. La vi, te miró y creí en Dios, (O repitiendo lo de Bécquer: hoy la he visto... La he visto y me ha mirado... ¡Hoy creo en Dios!), la chaladura del amor, todas las mujeres en una o una en todas las mujeres. Metafísica arrebatada. 




"Augusto se sintió tranquilo [...] como si fuese una planta nacida de él, como algo vegetal"

Augusto casi se desmaya en el primer encuentro a solas en casa de Eugenia. El semblante sufre un trasiego de colores; de una palidez de muerte pasa a una cara roja como el tomate, goterones de sudor frío le empapan la camisa cuando ella le mide las constantes vitales y le toma el pulso acelerado con la mano fría. Se da por vencido, no le importa que tenga novio. Esa es la evolución, abrazarse a una ausencia. Se conforma conque le “deje venir de cuando en cuando a bañar mi espíritu en la mirada de esos ojos, a embriagarme en el vaho de su respiración…” Muestra su disposición a sacrificarse por la felicidad de ella. Verla feliz, esa será su propia felicidad. Convertir la mujer inalcanzable en una idea desinteresada es un auténtico acto heroico. Sale de la casa convencido de que tiene que pagar la hipoteca para hacerla feliz. Qué mejor destino para el dinero que tiene por castigo que ver feliz a una idea soluble. Eugenia obra el milagro. De no mirar a ninguna mujer con deseo pasa a volverse loco por unas faldas. Le tira los tejos a la chica que le plancha, pero duerme con Orfeo a los pies, símbolo de fidelidad a un pensamiento soluble, como los perros que descansan a los pies de los nobles enterrados en los sepulcros de mármol de las catedrales. 

Eugenia enfurecida le rechaza, que se meta la hipoteca por donde le quepa, ella no está en venta, a ella no hay quien la toree, ni nadie que la compre. Él coge el sombrero, sale a la calle y se pierde en los senderos de la ciudad, entra en San Martín. Allí se respira oscuridad, olor a vejez. Se consuela con la desgracia de Avito Carrascal que desde que se le suicidó el hijo no hace otra cosa que rezar y llorar. Le aconseja que se case con una que le quiera querer. 


 Sin miedo, lo malo se nos va volviendo bueno 
 Las calles se confunden con el cielo 
 Y nos hacemos aves, sobrevolando el suelo,así 
 Sin miedo, si quieres las estrellas vuelco el cielo 
No hay sueños imposibles ni tan lejos 
 Si somos como niños 
 Sin miedo a la locura, sin miedo a sonreír
Rosana



Este comentario pertenece al grupo de lectura colectiva que desde La Acequia coordina y dirige su autor, el profesor Pedro Ojeda Escudero.


jueves, 17 de noviembre de 2016

Niebla (3) Miguel de Unamuno. La banda sonora de mi hogar.





"Vienen los días y van los días y el amor queda."

Niebla (3) 
Miguel de Unamuno 

Conviene estar atentos al amanecer del segundo día en la vida de Augusto Pérez, personaje en obras, en construcción permanente. Cada día que avanza es una incógnita por despejar en lo imprevisible del relato. Después de la iluminación nocturna de la superluna y el vuelo del águila, regreso a la realidad mostrenca, agarrada al piso, del quehacer diario. ¿Qué traerá la prensa? ¿Se habrá tragado un terremoto esta noche a Concurbión? ¿Y por qué no a Leipzig? El desorden pindárico. La anárquica asociación de ideas. El segundo día sobre la tierra nebulosa viene con incertidumbre incorporada, muerte y renovación atrasadas. El ajetreo de las primeras luces, las voces de la mañana, el vinagrero, el afilador de cuchillos, navajas y tijeras. “Y luego un coche, después un automóvil,” más tarde una furgoneta con altavoces que anuncian la limpieza de canalones, corren los tejados y ponen onduline bajo teja. Hasta un piano de manubrio se para ante la ventana y le tocan una polca. ¿Hay algo más difícil que sacar un piano de la habitación? No hay manera de conciliar el sueño de nuevo. ¡Arriba camastrón! Hay que hacer por la vida. La esencia del mundo es musical. Su Eugenia es música que hace vivir a compás. La virginidad del día le descubre que “el amor es ritmo.” Se echa a la calle a seguir su estela. La ve venir de frente y se cruzan las miradas. La vida con amor es más loca. Una mirada vale más que cien palabras gastadas. Le da un vuelco el corazón, tocan a rebato las campanas de la alegría. 

Llega donde la portera, Margarita, que le repite que ella tiene novio. ¿Y qué? Luchará y vencerá con la ayuda del me quiere, no me quiere. 

Se retira a la Alameda a la rumia intelectual. A mezclar las emociones frescas del amor con los recuerdos alados de la infancia que repasan lo pasado como una película. Apenas recuerda al padre, una sombra mítica que desgarró la casa con su ausencia, un vómito de sangre que lo llevó para siempre y cubrió a su madre de negrura, de luto permanente y viudedad. Un pajarillo frágil siempre de negro, un poso de tristeza y soledad que le leía vidas de santos y novelas de Julio Verne antes de aprender a leer y a vivir otras vidas. Cómo estudió con el hijo el bachillerato para ayudarle. Se le daban bien las ecuaciones de segundo grado. Las barbaridades cometidas por el hombre a lo largo de la historia. Qué manera de complicarse la vida los psicólogos. Los motajos de los animales y las plantas. No podía con los pulmones vistos por dentro, ese aspecto sanguinolento y descarnado de las láminas de fisiología le recordaban los vómitos del marido antes de morir. El inglés la superaba, deletrear las letras le sonaba a chino, también  el coro de los verbos irregulares, aprendidos como un loro.  





"¡Qué vida ésta,  Orfeo, qué vida,  sobre todo desde que murió mi madre! 


Le veía crecer, ensayar las alas para volar del nido por su cuenta y riesgo. Es ley de vida, pensaba ella. Criar un hijo para otra. Así es el mundo, hijo. “Y vino la muerte, aquella muerte lenta, grave y dulce, indolora, que entró de puntillas y sin ruido, como un ave peregrina, y se la llevó a vuelo lento, en una tarde de otoño.” Murió con las manos enlazadas al hijo, que sintió cómo el calor le abandonaba para siempre, palidez de cera. Se le iba la vida con el tacto helador de las manos frías. La echaba de menos. Si estuviera aquí, resolvería las dudas con Eugenia, ayudaría a separar las rosas de las espinas, más difícil era despejar las ecuaciones de segundo grado y lo hacía. Es duro no tener madre, ser un hijo expósito. 

Los gemidos de un perrillo recién nacido, ya abandonado, lo apartan del recuerdo brumoso de la infancia. Lo recoge y lo saca “palante” a esponja y biberón. Orfeo nace libre, pero expósito, como lo son todos los seres vivos más tarde o más temprano. 

La noche echa el telón a un día melancólico, a doce horas de luz de amor con espinas; la muerte que llama a la puerta para llevarse a los seres queridos sin avisar. Y Orfeo como interlocutor, un Berganza sin habla que sabe escuchar. 

El relato gira cuando Augusto sale otra vez de la casa sarcófago, se vuelve más vivo y alegre a la luz del día. El trabajo dignifica a la persona. Que le pregunten a Augusto Pérez por la evolución que experimentó por dar de comer a un cachorrillo. Como criar a un hijo. Prepararle biberones cada poco y darle. Verlo dormir, comer y la obligación de limpiarlo era la tarea diaria. 

Con la excusa de devolver una jaula con canario dentro que cae a la calle y casi desgracia a Augusto que hace guardia delante de la casa, sube a la casa de Eugenia. De nuevo un pájaro como excusa para comenzar el acercamiento.  La reciben sus tíos, el señor Fermín y la señora Ermelinda. Su padre se suicidó por un revés en la bolsa (como hacían aquellos de Nueva York que vio Federico García Lorca en el 29), dejando a la heredera una hipoteca que ni trabajando sesenta años seguidos dando clases de piano será capaz de saldar. La casa de Eugenia es políglota, una torre de Babel. Se hablan cuatro idiomas distintos. A saber: aquí se habla el castellano, común a todos, dominante y vehicular, el esperanto que solo lo entiende don Fermín, el bable, usado por la tía, enjuta y cana, para reñir a la criada y el idioma de la música, el más universal. Don Fermín confiesa su afinidad con las ideas libertarias, como casi toda la gente, pues sabido es que a nadie le gusta obedecer porque no suele querer que nadie le mande, pero anarquismo místico, no de los que, como Mateo Morral, ponen bombas que dejan muertos y caballeros mutilados para los restos con derecho preferente a asiento en los transportes públicos. 


El sol de otoño ciernes de mi alcoba
en el ancho balcón, rectoral parra
que con zarcillos con la tierra garra
prendes su hierro. Y rimo alguna trova


Eugenia misma confiesa su inclinación: “También yo soy anarquista, tía, pero no como tío Fermín, no mística.” 

Augusto cae bien a primera vista. Como además es hijo de familia con posibles, lo proclaman ganador de las primarias y candidato número uno a rendir la fortaleza. Ya sospechábamos que detrás de la inutilidad de Augusto Pérez había algo más que una estatua de sal. En su mente bullen pensamientos complejos y dispares como la utilidad de un paraguas o el disparate: si no manda nadie ¿quien va a obedecer entonces? Pero es la creación de Orfeo, interlocutor mudo, la que hace el milagro, la maravilla de la comunicación verbal. No importa la complejidad del asunto como el creacionismo o la eternidad. ¿Quién y qué soy yo? La existencia y una visita del autor a los telares de Béjar nos deja la metáfora de la existencia, vida y muerte, constante tejer y destejer, viaje de ida y vuelta que se hace costumbre a fuerza de repetición mecánica; como hipnotizado por el ir y venir del mecanismo reflexiona: ”Mira, Orfeo, las lizas, mira la urdimbre, mira cómo la trama va y viene con la lanzadera, mira cómo juegan las primideras; pero, dime, ¿dónde está el enjullo, a que se arrolla la tela de nuestra existencia, dónde?”


Era la alegría de mi calle 

La banda sonora de mi hogar 

Toda la mañana en el balcón me formaba la revolución 
El canalla estaba bien cuidao 
Y vivía mejor que yo 
Pero le llego la hora y el cielo se lo llevó 
Ese personaje amarillo 
Ese lindo pajarillo 
Me ha dejado solo y aburrido 
Y hasta las flores se han chuchurrido
No me pises que llevo chanclas 







Este comentario pertenece al grupo de lectura colectiva que desde La Acequia coordina y dirige su autor, el profesor Pedro Ojeda Escudero.