miércoles, 31 de enero de 2018

Pedro Páramo (3) Juan Rulfo. La noche arde.





"Por el techo abierto al cielo vi pasar parvadas de tordos"

Pedro Páramo (3) 
Juan Rulfo 

Eduviges recuerda que el día que mataron a Toribio Aldrete había estado bebiendo en la fonda con Fulgor Sedano, administrador de los Páramo. Fulgor lo denuncia por usufructo de las tierras y lo condenan a la horca en el mismo cuarto, ella misma les dio las llaves. 

Fulgor tiene cincuenta y cuatro años, trabajó para el padre, Lucas Páramo, y conoce a Pedrito desde que nació. Se acerca a casa del nuevo amo a decirle que las cosas por la Media Luna van regular. Ya no queda ganado que vender y las deudas siguen siendo grandes. Algunos quieren comprar los terrenos, pero Pedro Páramo no los quiere vender. Como a quien más le deben es a Dolores, le manda que vaya y pida su mano. Que hable también con el padre Rentería para arreglar la boda. Si no hay dinero, que lo prometa; lo quiere todo arreglado para el día siguiente porque sus deseos son órdenes. Lo del Aldrete puede esperar, la tierra es la madre de todas las cosas, no entiende de divisiones ni fronteras y no las tendrá porque todas serán suyas. Él quiere a Dolores por los ojos. Fulgor siente ganas de largarse de allí, la insolencia del mozalbete, crecido en la farsa y untado en el engaño, le aplastan su espíritu. El flojo de marca, el pensador del excusado se había malogrado al crecer. “Pero le tenía aprecio a aquella tierra; a esas lomas pelonas tan trabajadas y que todavía seguían aguantando el surco, dando cada vez más de sí…” 

A Doloritas se le descompone la cara, le relumbran los ojos y le entran escalofríos por el cuerpo cuando Fulgor le dice que el todopoderoso Pedro Páramo se quiere casar con ella en un par de días. De nada sirven los ruegos para que le dé ocho días, no más, para arreglarlo todo. Le preocupa también el impedimento mensual de las mujeres y la reproducción de la especie. Ellos le proporcionan el ajuar. El vestido de boda de la madre difunta del novio es obligación, tradición familiar. Ella acepta el sometimiento. “¡Qué felicidad! […]Aunque después me aborrezca.” Ya se encargará ella de que se adelante la luna, pero necesita al menos tres días. Con el padre cura todo está bien encauzado, olvidará el ritual de las amonestaciones públicas por la promesa de sesenta pesos, la voluntad de cambiar la mesa vieja del comedor por una nueva y el compromiso en firme de volver a pagar los diezmos que la familia no paga desde la muerte de la abuela. La necesidad hace virtud y al hereje. Lo de Aldrete es mejor que lo deje para después de la ceremonia. Entonces que vaya a hablar con él acompañado de algún atravesado de la Media Luna y lo acuse de haber levantado la pared por lo que no es suyo, que lo denuncie de usufructo o de lo que haga falta. Ahora la norma es la ley de Pedro Páramo y hay que hacer nuevos tratos. 

Comala está llena de ecos, se oyen crujidos de las puertas, rumores de pisadas, risas viejas como cansadas de reír, voces desgastadas, aullidos lastimeros de los perros, el llanto desgarrado de las mujeres en los velatorios. El aire arrastra las hojas en un pueblo sin árboles, sin aire, sin nadie, sin nada. Sólo ecos. Damiana y el viajero hablan mientras caminan por las calles vacías de Comala y lo nombra por vez primera en la novela, lo llama Juan Preciado, hemos tenido que esperar hasta el capítulo veintiséis que empieza y termina con ecos. ¿Será también un eco? O ¿Es Damiana Cisneros la única persona viva sobre Comala




"Rechinan sus ruedas haciendo vibrar las ventanas, despertando a la gente"

Damiana se difumina de pronto y Juan se queda solo en las calles vacías de Comala. Alcanza a oír la conversación de unas mujeres que hablan de Filoteo Aréchiga al que ven acercarse con el temor que se fije en ellas, pues se rumorea que es el encargado de buscarle muchachas a don Pedro. Pedro Páramo actúa como un dios pagano insaciable al que le tienen que ofrecer jóvenes vírgenes en sacrifico para que el dios se sienta cómodo entre los mortales, como si Comala fuera un sofá. (El paralelismo con los nacionalistas es perfecto, darle y darle para que no se incomoden) “Mejor vámonos, vámonos de aquí.” Se dicen las dos muchachas, contentas de que Filoteo haya pasado de largo. 

Galileo representa la resistencia; no puede devolver el préstamo a su cuñado hasta la recogida de la cosecha de maíz, le han llegado rumores de que ha vendido la tierra a Pedro Páramo, pero él lo niega. No conoce a ese hombre. La tierra es suya y está dispuesto a defenderla con su vida. 

La Chona rechaza al novio que la apremia a que lo deje todo y le siga. Tiene la carreta preparada, las mulas enganchadas. Pero ella tiene obligaciones que no puede dejar de cumplir: cuida de su padre mayor y no quiere abandonarlo. Así que el novio se va a probar con la Juliana que se desvive por él. Lo que uno no quiere,  ciento lo desea. 

Juan escucha lo que su madre le había contado del pueblo, trasladado al papel en letra cursiva que es como lo leemos; como lo escuchamos los lectores. Escucha el ruido de las carretas tiradas por bueyes que desperezan las mañanas mezclándose  con el olor a pan recién horneado que invade las calles. El eco de las sombras removiendo la noche que se va. Piensa en regresar, ahora que siente la huella por donde vino “como una herida abierta entre la negrura de la noche.” La firmeza se desmorona. Alguien lo invita a pasar a una casa medio abandonada, casa derruida habitada por los sin techo. Allí viven un hombre y una mujer. Duermen en una cama de otate y están en cueros los dos. Dicen que alguien los ha despertado dando cabezazos en la puerta. Le hacen preguntas que no tienen respuesta porque él solo quiere dormir. La madrugada le apaga los recuerdos. Contra la mañana oye de manera diferente, las palabras de la noche no tenían sonido. Sólo se sentían, eran como las voces que se oyen durante los sueños y pesadillas. 



"Tal parece que estuvieran encerrados en el hueco de las paredes o debajo de las piedras"

Juan Rulfo intenta narrar un episodio del más allá. Para ello recurre a una escena cervantina parecida al Coloquio de los perros. Me estoy acordando del narrador y bravo soldado de los tercios de Flandes, enfermo en el hospital de Valladolid, tomando cuarenta sudores que escucha en duermevela la conversación entre Cipión y Berganza los dos perros dotados de habla que se cuentan sus aventuras). Muertos que duermen, fantasmas, el duermevela de los cuerpos en estado de abandono. Fallecidos que tienen el miedo metido en el cuerpo, difuntos que necesitan descanso. ¿Para qué necesitará dormir un muerto? A través del sueño de Juan Preciado en estado de flojera, siente la conversación de los muertos, hablan de los recuerdos de cuando estaban vivos. La mujer de la casa le recuerda a Donis la primera vez que la hizo mujer, lo doloroso que fue y el arrepentimiento posterior porque sabía que aquello estaba mal hecho y el hombre dale que te pego con el por qué no te callas y me dejas dormir. Las claras del día confunden los sentidos, es la hora de las sinestesias: siente el albor del amanecer entrándole por los ojos, oye el calor que deja la respiración de los cuerpos calientes, dormidos en el cuarto, las sombras desbaratadas por el nuevo día. 

Cuando despierta, hace calor de agosto, sol de mediodía. ¿Cómo se va uno de aquí? Pregunta a la mujer que le ha dejado un jarro de café caliente a la vera de cama, todo lo que tienen a pesar de lo poco que tienen de todo. Entablan conversación. La respuesta a la pregunta de a dónde llevan los caminos es la definición más exacta de la geografía de los fantasmas. Los personajes y los caminos están desorientados. Unos van y vienen al mismo sitio, otros enfilan a la sierra, territorio ignoto, como Sierra Morena para don Quijote. Hay “otro más que atraviesa toda la tierra y es el que va más lejos.” Juan se da cuenta de que no puede contar con los paisanos para orientarse. La cartografía está en pañales, la brújula no existe. Están solos, la soledad limita y provoca aislamiento. Crea endogamia y pecado. Resulta que la pareja de colchón de la mujer es su hermano que ha salido en busca de un becerrito cimarrón extraviado. Ella no ha salido de la casa desde que se emparejó con su hermano, no quiere que le vean el pecado que lleva tatuado en la piel. Por dentro es un mar de lodo. No quiere que la vean en un sitio vacío de gente. Pero alguno existe, por las noches se quedan encerrados y durante los días no sabe qué harán. Tienen miedo de las hornadas de fantasmas que abandonan las casas al oscurecer. 

El autor nos da a entender que existen diferentes categorías de fantasmas. Por un lado tenemos a los que llenan las calles de espanto al anochecer; por otro, los retenidos en sus casas por miedo a los que salen a las calles. Están vivos, pero en pecado, ausentes de la gracia de Dios. Una especie de tierra media, un espacio intermedio donde se oye hablar a hebras humanas, jirones de ecos. Como un infierno clasificado por pecadores y sin posibilidad de redención porque ya el obispo dejó claro que los hermanos no se pueden juntar aunque sean los últimos seres sobre la tierra. Antes la extinción que el pecado. Fanatismo de talibanes. Ninguna  posibilidad de excepción; ni de dos males el menor.


Cuéntame un cuento 
 Que todavía no es tarde 
Cuéntame un cuento 
Que la noche está que arde.
Celtas Cortos



Este comentario pertenece al grupo de lectura colectiva que desde La Acequia coordina y dirige desde hace unos cuantos años su autor, el profesor Pedro Ojeda Escudero.


jueves, 25 de enero de 2018

Pedro Páramo (2) Juan Rulfo. Seis tequilas.




"Ella sirvió siempre a sus semejantes. Les dio todo lo que tuvo."

Pedro Páramo (2) 
Juan Rulfo 

Cuando el viajero llega a la casa del puente, Eduviges Dyada ya lo está esperando a la puerta. Doloritas ha muerto hace una semana y ha tenido tiempo suficiente de contarle a Eduviges, amiga de juventud, que su hijo va a ir a Comala. La casa es grande y oscura. Cuando la vista se acostumbra a la oscuridad, la poca luz que entra recrece las sombras de los cachivaches arrumbados contra las paredes de la casa. Únicamente la habitación del fondo está libre de tiliches inútiles que dejaron abandonados los que se fueron. “El sueño es muy buen colchón para el cansancio,” se excusa por tener la habitación vacía, ya habrá tiempo de amueblarla. A su juicio, Doloritas se había adelantado al irse al más allá, pero ella conoce veredas que acortan el camino. No es necesario esperar a que Él disponga. La alcanzará por alguna de las sendas prohibidas que llevan a la eternidad. 

Es en ese preciso instante cuando deja de sentir los miembros (¡No siento las piernas!) y pasa al estado de abandono permanente. Rulfo lo poetiza, nos lo traslada de modo más lírico: “Había soltado sus amarras y cualquiera podía jugar con él como si fuera de trapo.” 

A la madre de Pedro, como a todas las madres, le parece mal que su hijo adolescente se pase las horas muertas sin hacer nada, que se atrinchere en el sanitario pensando. Ella cree que no es bueno, pueden salir culebras del agujero,  así que lo manda a hacer algo a casa de su abuela, que le ayude a desgranar las mazorcas de maíz o algo útil. Susana entristece sus días, es el objeto de sus sueños, la niña con la que volaba los papalotes los días de aire. Parece que no, pero pensar es hacer mucho, a veces pensar es todo, es aplicar la razón a las actos, hay muchas cosas que no se hacen porque antes no se piensan. Aunque a su madre le parezca perder el tiempo. 

La abuela le manda limpiar el molino, ya ha terminado de desgranar el maíz. El molino no funciona. Micaela lo usa para moler los molcates y lo ha estropeado, ya está viejo y no merece la pena el arreglo. La abuela le encarga que vaya a la tienda de Inés Villalpando, que compre uno nuevo y que lo apunte en la cuenta. Ya pagará cuando cobren la cosecha. Este año han tenido gastos extras, entre el entierro del abuelo y el pago de los diezmos a la iglesia se han quedado sin un centavo. Que apunte también un cernidor y una podadera, las zarzas huelen el abandono y se han hecho grandes como robles desde que falta el abuelo. Los jazmines están hermosos, las ramas no pueden con las flores. Los chuparrosas campean a sus anchas. Pedro cae en una honda tristeza cuando su abuelo muere. Por las noches vela, piensa en Susana, respira y suspira por ella. El reloj da todas las horas seguidas como si el tiempo se encogiera. Los sollozos de la madre se mezclan con la lluvia.




"Pero ella se suicidó. Obró contra la voluntad de Dios"

Eduviges le cuenta un secreto: ella podía haber sido su madre. El día de la boda de Doloritas con Pedro Páramo, ella le ruega que la sustituya esa noche porque la luna está brava, él no lo notará. Con la juerga de todo el día y tantos tequilas, se pasa la noche roncando y nada. Al amanecer hicieron el cambio porque ya era otro día. Al año siguiente nació él, pero no de ella aunque a punto estuvo de serlo. Doloritas dejó a Pedro Páramo porque la mandaba demasiado, siempre obedeciendo como una esclava se cansa una. Un día que volaban bandadas de tordos y un zopilote se mecía en el cielo, Doloritas tiene envidia de la libertad de los pájaros grandes que planean alto. Deja todo y se va a vivir con su hermana Gertrudis. Pero la vida en Colima tampoco es placentera, la tía Gertrudis les echa en cara la carga de vivir en su casa, que se vaya con su marido, pero no se va porque nadie la ha reclamado, no depende de ella. 

Las maldades empezaron con el niño Miguel Páramo, dormía en su casa hasta que una muchacha de Contla le sorbió el seso. Salía temprano y tardaba en volver, contra la madrugada. Aquel día regresó solo el caballo colorado. Ya muerto le cuenta cómo habían sucedido las cosas. Quiso saltar la pared que  habían levantado en las tierras por atajar y cayó, después siguió corriendo, pero ya no había más que humo, humo y humo. Desde ese día Colorado se siente "despedazado y carcomido por dentro” y en la Media Luna se siente el quejido de un muerto. 

El padre Rentería piensa que morirse no debe ser tan malo; más allá del cielo azul, del sol y de las nubes,  hay esperanza, un contrapeso que neutraliza el dolor de aquí abajo. “Aquel cadáver pesaba mucho en el ánimo de todos.” El camino de aquel muerto perverso nunca debe llevar a Roma. Rocía con agua bendita el cuerpo muerto de Miguel Páramo, pero las entrañas se le llenan de cólera cuando los caporales de la Media Luna lo sacan a hombros. Miguel mató a su hermano y violó a su sobrina Ana. Le pide al Señor que condene al asesino y violador de los suyos. Debe haber justicia en el cielo cuando acabe la feria en la tierra. Sin embargo, recoge las monedas de oro que le ofrece el padre del difunto como limosna para la iglesia; entristecido porque los ricos puedan comprar la salvación. Él verá si es el precio justo. 

Ana le confiesa a su tío, el padre Rentería, que sabe que fue Miguel Páramo el que la violó porque él mismo se lo dijo aquella noche. Sólo oyó su voz, no le vio la cara. No tienen rostro los personajes de esta novela, son caras vacías, almas en pena. Aquella noche dejó de pensar para morirse antes de que el violador la matara, como había hecho con su padre. Después ya no lo volvió a ver más. Ella sintió que dejaba de existir. Miguel Páramo estará en lo más hondo del infierno porque así se lo ha pedido al Señor todos los días de su muerte en vida. 




"Otra vez el llanto suave pero agudo, y la pena haciendo retorcer su cuerpo"

Los hombres de la Media Luna se disuelven como sombras al caer la noche. Comienza la leyenda del miserable Miguel Páramo. Terencio Lubianes aún tiene los hombros doloridos de cargar con la caja del muerto. A su hermano Ubillado se le abren los juanetes de los zapatos nuevos. Toribio piensa que se murió muy a tiempo. El carretero añade que según dicen el ánima infame vaga por Contla y remata para que lo crean: “Como la supe, se las endoso.” Terencio y Jesús lo maldicen, le desean un alma de plomo para que se hunda en el infierno más hondo. 

El padre Rentería pasa la noche en blanco, tiene seguro pagado de insomnio. El cielo adueñado de la tierra desde las primeras estrellas fugaces hasta el canto del gallo al amanecer. Le acosa un sentimiento de culpa desde que no atendió los ruegos de María Dyada para que intercediera ante Dios por su hermana Eduviges que se había suicidado. Tuvo miedo de ofender a los que le mantienen porque las oraciones de los pobres no quitan el hambre de los clérigos, los pastores del alma. Eduviges había obrado contra la mano de Dios, pero era una buena persona. Les había dado un hijo a todos. Ella lo ofreció y como nadie lo reconoció,  hizo también de padre para el hijo. Ellos abusaron de su hospitalidad. Para redimirla,  harían falta misas gregorianas y para esas misas cantadas habría que contratar curas cantores que originan muchos gastos y cuestan dinero que es lo que no hay. Sólo queda la esperanza en la misericordia de Dios. Empieza a recorrer el santoral, a contar santos como el que cuenta ovejas hasta que el sueño le gana para su causa contra la mañana. 

En Comala no se duerme ni se descansa, se vela o se deambula sin rumbo. Acosado por la atmósfera espesa, la noche tampoco le va bien al recién llegado a Comala. Duerme a pausas, sin colchón y sin nada. Un grito arrastrado, embadurnado a las paredes del cuarto, le llena de terror los ojos. “Como si la tierra se hubiera vaciado de su aire.” Damiana abre la puerta en mitad del alarido cercano, viene a sacarlo de la casa que no deja dormir al hijo del miedo. Explica que los bramidos quizás sean algún eco encerrado de Toribio Aldrete al que colgaron en ese cuarto. Después condenaron la puerta hasta que el cuerpo se secara. También le informa de que Eduviges es un alma en pena eterna.


Me falta una mujer 
Me sobran seis tequilas 
No ver para querer 
Malditas sean las pilas 
Que me hacen trasnochar 
Echándonos de menos 
Echándome de más 
Almíbar y centeno
Joaquín Sabina




Este comentario pertenece al grupo de lectura colectiva que desde La Acequia coordina y dirige desde hace unos cuantos años su autor, el profesor Pedro Ojeda Escudero.

Cada vez hay más puertas y espacios pintados en  el barrio del Oeste de Salamanca. Es un placer darse una vuelta por sus calles repletas de arte.  

jueves, 18 de enero de 2018

Pedro Páramo. Juan Rulfo. Echar rasero.





"No es lo que parezca. Así es. Aquí no vive nadie."

Pedro Páramo 
Juan Rulfo 

El mejicano Juan Rulfo estuvo de centenario durante el año pasado, por lo tanto da los primeros llantos en 1917 en la casa familiar de Apulco, Jalisco. Muere en la ciudad de Méjico a los sesenta y ocho años de edad, en 1986. A pesar de la escasez de su producción literaria publicada Juan Rulfo fue un profesional de la escritura, su oficio fue escribir guiones de radio y televisión, acostumbrado a pensar para escribir y poder decir misión cumplida al final de la jornada. Escritor forjado entre la satisfacción de los libros leídos y la avidez de los que quedan por leer. No se escribe Pedro Páramo sin tener detrás un bagaje de muchos años de lectura atenta y escritura. Ni estudios rigurosos de lingüística y teoría literaria. No es por tanto un advenedizo tocado por la varita mágica de la excelencia que de repente escribe como los ángeles; ni un recién llegado al que le suena la flauta por casualidad y escribe esta novela que nos embarga. Se entiende perfectamente que no se prodigara más en la escritura después de estar todo el día escribiendo por obligación y para vivir, tendría que dejar descansar las neuronas y el cuerpo para no hacer más llaga en el trasero de tanto estar sentado para escribir, como dicen que le pasaba a Camilo José Cela. La cuestión es hallar el equilibrio entre ejercitar el músculo y el intelecto, entre el ejercicio físico y la vida sedentaria. 

Juan Rulfo publica Pedro Páramo en 1955, la mitad de su vida, año arriba o abajo, en vista del éxito de El llano en llamas, publicada en 1953. Lo primero que llama la atención de estos dos títulos es que estamos ante un escritor atento, preocupado por los detalles y que deja las cosas bien rematadas. Lo digo por la sonoridad de los títulos, la repetición de los sonidos africados (sin entrar en profundidades fonéticas) que traducen acústicamente el sonido arrasador del fuego que convierte todo en ceniza, en llano, en nada: El llano en llamas. Según señala Jorge Volpi en el prólogo de mi edición, la novela se iba a titular “Los murmullos” repitiendo la ternura del sonido que suaviza la violencia de las llamas de la primera publicación. Pero el autor optó por el trallazo de las oclusivas al contacto con las erres que semejan los gritos de los cristeros contra las fuerzas del gobierno: Pedro Páramo. Los temblores del misterio de la creación. Y así es Pedro Páramo, una novela corta (no más de ciento cincuenta páginas) de una gran condensación. Una novela que confunde título, autor y protagonista del relato. Todo es breve y austero, pero tremendamente intenso. Cada palabra, cada asociación, cada sintagma, cada verbo contiene un estudio en sí mismo. La novela está dividida en capítulos muy breves, sin numerar, algunos de una sola línea, pero que al leerlos el lector se queda con la sensación de estar delante de una partitura insólita. 




"Miré las casas vacías; las puertas desportilladas"

El ritmo montaraz y entrecortado del título se prolonga en el primer párrafo, marcado por la repetición saltarina del sonido de la letra erre. El primer capítulo está reconocido por lectores y críticos expertos como una pieza maestra de la literatura universal. “Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo. Mi madre me lo dijo. Y yo le prometí que vendría a verlo en cuanto ella muriera. Le apreté sus manos en señal de que lo haría, pues ella estaba por morirse y yo en un plan de prometerlo todo.” Las primeras frases no pueden ser más esclarecedoras, de significado más amplio. Una voz narradora habla desde Comala, el lugar donde van a ocurrir las cosas. El uso del “acá” nos dice que estamos ante un narrador que usa el español americano. Y los verbos utilizados en el primer párrafo no pueden ser más sencillos, los más usados en una lengua: venir, decir, vivir. La repetición premeditada de seis veces del verbo decir en el primer párrafo nos habla de austeridad, precariedad del lenguaje. El regreso a Comala viene acompañado de una vuelta a los orígenes de la lengua, a los balbuceos del nacimiento de los idiomas, justamente para expresar el frío de las manos muertas de una madre que dejó la vida agarrada a la mano de su hijo. 

Un diálogo desordenado en el tiempo entre madre e hijo rompe la narración en primera persona. Luego explica que está en Comala por la promesa que le hizo a su madre de buscar a su marido. Se resiste a llamar padre a quien no conoció y con el que le une una relación apenas biológica. Y termina el capítulo como empezó: “Por eso vine a Comala.” El autor cierra así el círculo en el primer capítulo que no llega a media página y que puede funcionar como un micro relato independiente y completo con planteamiento, nudo y desenlace abierto. 

Su mundo ha estado gobernado por la esperanza de descubrir la identidad de Pedro Páramo, el relato consistirá en narrar los avatares de un viaje, descubrir las raíces, la búsqueda de los orígenes. 



"Mis ojos siguieron asomándose al agujero de las puertas"

Algo nos dice enseguida que el espacio físico en el que se desarrolla la historia es una rareza de la geografía, una anomalía del terreno, un dónde inestable. El lugar confunde la cuesta arriba con la cuesta abajo: “El camino subía y bajaba.” La voz narradora emprende el viaje solo y sin nada. El viaje es en el mes de agosto, cuando más aprieta el sol y el aire recalentado trae olores a podrido de las saponarias que trastorna las cabezas. (No se sabe de dónde habrá sacado Rulfo que las saponarias huelen mal). En un cruce de caminos se junta con un hombre que también baja a Comala tirando de dos caballerías. El calor aplomado agarra al suelo el penoso paso castellano de los dos burros cargados. Cruza cuatro palabras con él - comunicación primitiva con un hermano de padre, con quien también resulta ser hijo de Pedro Páramo-, mientras cruza el cielo una bandada de cuervos, pájaros cruzados, aves de mal agüero. 

El acompañante le comenta que su visita es una rareza, hace años que nadie se acerca por ese lugar. Pedro Páramo se alegrará de verle. Le advierte que no se queje del aire recalentado del camino, para calor el de Comala. Hasta los muertos condenados al infierno se resienten del frío y regresan a Comala a por una manta para pasar mejor las noches eternas del infierno. 

Él trae los ojos de su madre, ve a través de sus recuerdos fallidos. Comala no es como su madre le ha contado. Su vida se consumió con la añoranza de volver. Para llegar a Comala todo es bajar y bajar, justo hasta llegar a las mismas puertas del infierno. Abundio, que así se llama el compañero de camino (de eso nos enteramos más tarde, como todo en esta novela sigue el orden ilógico de los muertos, el mundo sin ruido), le informa de que todo lo que alcanza la vista pertenece a Pedro Páramo, incluido lo que hay dentro, lo vivo y lo muerto, porque en Comala ya no hay vivos, todos están muertos. Antes de despedirse le indica que pregunte a la señora Eduviges si es que está aún viva. Una señora, con la “voz hecha de hebras humanas,” le indica que vive al lado del puente. Un pueblo con río es una bendición porque donde hay agua nueva, hay vida.

Viene la muerte tarde o temprano, 
Nos asesina rápidamente; 
Ella no tiene ningún pariente, 
Ella no tiene ningún hermano: 
Muere el muchacho, muere el anciano, 
Se lleva al brujo y al hechicero, 
También se lleva hasta el ingeniero, 
Aunque ha tenido buenos colegios 
Ahí no valen los privilegios, 
VIENE LA MUERTE ECHANDO RASERO.
Amparo Ochoa



Este comentario pertenece al grupo de lectura colectiva que desde La Acequia coordina y dirige desde hace unos cuantos años su autor, el profesor Pedro Ojeda Escudero.



miércoles, 10 de enero de 2018

La saga/fuga de J.B. (42) Scherzo y fuga. Gonzalo Torrente Ballester. Cuerdas en el pelo.





"Badere búa dontilia con denbis?


La saga/fuga de J.B. (42) 
Scherzo y fuga 
Capítulo 3 
Gonzalo Torrente Ballester 

El Espiritista, el conocido fondista de la rúa Sacra, hace una entrada en escena meteórica. “¡Esperen! ¡Esperen! Señores jueces” grita desde fuera cuando ya la sala está casi despejada de público. Trae medio arrastrando a su hija, Julia, con las ropas desgarradas, desgreñada y con señales de golpes recientes. La trae para que la juzguen, pues aunque sea mayor de edad, vive a su costa y en su casa. La ha descubierto en la cama con el huésped más pobre, más sucio y feo de los alojados. El que le debe dinero, al que tiene por caridad, va y se lo paga con la deshonra del apoyo de su vejez, escarneciéndole con la niña de sus ojos. Aún confía en Montesquieu y la división de poderes, en que la justicia haga su trabajo y que la encierren en algún sitio, a su cargo, porque él no puede pagar las costas de meterla en un correccional. 

Don Acisclo interviene. Alza la mano derecha enseñada a ordenar y señalando con el dedo proclama que aunque la acusada tenga mala reputación, tiene derecho a defensa letrada. Esperan que don Jacinto Barallobre aparezca en cualquiera de las formas conocidas, pero no lo hace. Don Acisclo sospecha que no haya ningún letrado con las suficientes tragaderas para defenderla como ha pasado otras veces. Cuando don Acisclo se levanta con “solemnidad de sentenciador inapelable” dispuesto a condenar, Julia, asomada al borde de la escena, pide que no se precipiten porque a lo lejos aparece la figura pequeña y desangelada de don José Bastida dando tropezones con la toga calle arriba al caminar. Es cómplice de la acusada, pero ella tiene el mismo derecho a defensa que las otras acusadas defendidas por sus cómplices. 

Joseíño se recoge el sobrante de la toga que le arrastra como el hábito a una monja de gran lujo. Hace caso omiso a Julia que se le abraza al cuello y le suplica que la deje con su suerte, pero no, no, ni hablar, él es su suerte. A medida que sube la escalera, los focos del electricista caen sobre él y la sombra recrecida rebasa la fachada de la iglesia. El silencio sosiega los rumores. Fuera hay lleno hasta las tejas, un tendido invisible de voces levantadas compuesto de truhanes, de hijos echados de sus casa por los padres, de indecisos, de padres hemipléjicos, de repelentes niños vicentes, revolucionarios con coleta y de coleta cortada, cojos, ciegos, mancos y medio pensionistas le alientan con voces de los campos de  fútbol de ¡A por ellos oe, a por ellos oe! y ¡Ánimo, Pepe! ¡Ánimo, que son tuyos! “El Tribunal no contaba con aquella intervención masiva, que valía por un plebiscito.” 



"Duit luebis, duos vonbolateris"


De la sombra atruena la voz de los disconformes  paralizando los gestos y los cuerpos. Julia llora. Los ángeles trompeteros se toman un respiro, entran en paro técnico ante las clausulas interrogativas repletas de oclusivas velares que golpean los oídos de los jueces como las explosiones sordas de las cargas de profundidad en el fondo de los océanos. Submarino tocado. Sólo don Acisclo mantiene el silencio reposado. La batalla ya es bilateral: don Acisclo contra don Joseíño. De qué cantera montaraz sacaría José Bastida las pedradas que lanzaba y las vibraciones de las cuerdas vocales que convertían las consonantes sordas en sonoras. Febril como un novato lanzador de cuchillos afilando las herramientas de trabajo. Hasta los ángeles aburridos del tendido de sol, metidos en faena, aplauden las verónicas airosas que Bastida les brinda. Los jueces se achican a cada lance del diestro, reducidos a meros muñecos de bolsillo a merced del orador implacable. 

Don Acisclo abandona la sala al verse incapaz de controlar los sueños, momentáneamente sometido a los argumentos que como alaridos le lanza don José Bastida, crujido el cuerpo por la media lagartijera que remata la tanda de verónicas en los medios. Pero don Acisclo es un hueso duro de roer: “Ya nos veremos las caras” Exclama sin dar por perdido el combate mientras se pierde entre la niebla. 

Julia se le abraza de nuevo al cuello y le pide que lo deje marchar en buenas, ya lleva suficiente castigo encima. Se besan, le susurra al oído palabras melosas, que ya no es tan feo y que con él lo pasa mejor que con Manolo que sólo va a lo suyo y que a menudo la deja con la miel en los labios. Antes de irse le deja de regalo una chuleta de ternera porque estas cosas desgastan mucho y él tiene que comer porque está muy delgado. Cuando acaba de comerse la chuleta,  ya son más de las doce. Es media noche y el mundo se llena de destino, son los Idus de marzo. Los planetas se ponen en fila para cambiar la suerte de los hombres. José Bastida recibe felicitaciones y abrazos de los miembros de la Tabla Redonda. Lanzarote del Lago le ofrece una colaboración semanal bien pagada en el periódico local, está seguro que las ventas aumentarán. 

Nada de lo anterior tiene importancia comparado con la conversación que Bastida mantiene con Jacinto Barallobre para hablar sobre teoría y crítica literaria, un poco como los personajes que salen de la novela para rebelarse contra su creador en una mezcla de planos narrativos y metaliteratura. La novela y la crítica de esa novela antes de su publicación. El intento es genial, la tarea descomunal y novedosa. Barallobre cuestiona que lo contado sea verosímil. Para José Bastida puede que no sea verosímil, pero sí real. A modo de prueba, él mismo se pone como ejemplo de algo inverosímil y, sin embargo, real. Según señalan los últimos estudios, existen varias clases de realidades y José Bastida no se ha preocupado de clasificarlas. Para Jacinto Barallobre la historia no pertenece a la realidad de los sueños porque “jamás se ha dado el caso de que un sistema de sueños ofrezca la coherencia prolongada durante tanto tiempo como la que el suyo nos ofrece.” Puede que su sueño parezca un revoltijo, pero es largo y coherente a nivel textual. Falla en la reacción del lector, el receptor del mensaje, en este caso él mismo que no sale a matar a Jesualdo Bendaña. Bastida se niega a admitir que ese fuera su pensamiento, tan solo quería que Jacinto escuchase el relato como si fuera una novela, que Bastida nunca escribió, por supuesto, ni piensa hacerlo. “Escribir es uno de los muchos modos posibles de realizar una narración. Otro es la mera enunciación verbal.” 



"Vorlaios desfente cislogiltrante"

Jacinto no duda de que la novela sea suya a juzgar por el modo embarullado y fragmentario de contar las cosas más corrientes, sin plan previo que las organice. Admite que las cosas se puedan contar de manera diferente al orden cronológico y lineal, pero su manera de narrar se queda a medio camino entre lo uno y lo otro con un falso aire de espontaneidad. Lo acusa de falta de autenticidad tanto en la forma como en la materia narrativa. Lo culpa de irse por las ramas, emplear más tiempo y páginas en historias peregrinas y digresiones como las aventuras juveniles del obispo Bermúdez o los amores de Abelardo y Heloísa que en ceñirse en lo esencial y rematar las historias principales. Reconoce algunos aciertos como la historia del Canónigo Balseyro o los amores póstumos de su tatarabuela Lilaila Armesto con el capitán Barallobre; asimismo, le resulta graciosa la historia de la sustitución del Santo Cuerpo viejo por el nuevo, pero la introducción de Coralina le parece totalmente accesoria y la del Almirante la considera de una pobreza entristecedora, fronteriza con lo inane. 

El episodio del bote que escapa a la vigilancia de dos barcos ingleses con el ardid de la luz del farol colocada en el palo de la vela no es nuevo, ya lo cuenta el autor ferrolano y masón, Francisco Suárez, (paisano de don Gonzalo y del Generalísimo). Algo tiene de plagio. Además, si hubiera leído las cartas de su tatarabuela Lilaila Barallobre, le habría dado la importancia que merece, pues ella fue una mujer imponente. Es de agradecer que solo mente de pasada los amores de Lilaila con el Lieutenant de la Rochefoucauld. Lo que le molesta realmente es la hipótesis de aparecer como víctima de la conspiración entre Clotilde y Bendaña y no es así, él ya se había cansado de Clotilde y por eso dejó el primer puesto de las oposiciones, para alejarse y dejar el campo libre a Bendaña. Tampoco culpa a Bastida por la hipótesis del incesto, la culpable es Clotilde que vete a saber qué le habrá contado con lo mucho que habla. José Bastida admite una pasada de frenada en este asunto, pues podía haberlo obviado y no lo hizo porque no eran hermanos según Barallobre le contó a Bendaña un día. 

Le pregunta si hay premeditación en el hecho de identificarse y transmudarse en unos personajes que son todos altos siendo el bajito e identificarse con cuatro personajes protagonistas de leyenda y otros dos que ocupan puestos importantes en la sociedad, contemporáneos de José Bastida. Le propone que lo haga a él protagonista de la historia, no encontrará a nadie más apropiado que él, tan alto y con mando en la sociedad, le ahorra el trabajo de buscar equilibrios o encontrar compensaciones imaginarias. De todas formas, el día menos pensado él también se irá de viaje por los infinitos Jota Be, la facultad traslaticia y viajera no es monopolio de Bastida. Cotejarán los resultados al terminar. Pero antes, Bastida le invita a visitar la cueva, armados de pico, pala y palanca, principio, medio y fin de todos los secretos de Castroforte.

Por lo que tú quieras pase 
 Mis libros he "repasaíto" 
 Cuenta me tiene el dejarte. 

Son los toreros
Los que se amarran 
 Cuerdas en el pelo 
 Los que se amarran 
 Cinta en el pelo.
Miguel Poveda





Este comentario pertenece al grupo de lectura colectiva que desde La Acequia coordina y dirige desde hace unos cuantos años su autor, el profesor Pedro Ojeda Escudero.


miércoles, 3 de enero de 2018

La saga/fuga de J.B. (41) Scherzo y fuga. Gonzalo Torrente Ballester. Homilía fuera de guión.





"Su talante era tan admirable como la majestad de sus vestidos"

La saga/fuga de J.B. (41) 
Scherzo y fuga Capítulo 3 
Gonzalo Torrente Ballester 

Un oficial salido de no se sabe dónde anuncia que se va a proceder al juicio público de cuatro pecadoras distintas, pero todas ellas homogéneas y acusadas del mismo pecado. Advierte de que en caso de no presentarse ante el juez sus tumbas serán abiertas, las cenizas aventadas y borrados los nombre de las placas. Todas las acusadas se llaman Lilaila y se diferencian por el apellido. Se presentan en espíritu. Nadie sabe cómo el tramoyista se las arregla para que tengan esencia trasparente con un fondo de fantasma concreto. Las cuatro conservan las características físicas que Jota Be conoció bien de cerca a pesar de que el tiempo nunca pasa en balde por los cuerpos serranos. El talle garrido de la Obispada había evolucionado al estatus de estafermo. El cuerpo de la Viuda se había desgalichado. La Barallobre parecía ahora un marimacho y Coralina Soto se había hinchado en todas las direcciones con la edad. 

Aunque el pecado sea el mismo, hay variantes a reseñar y que el fiscal distingue porque no es lo mismo un matrimonio sacrílego, profanador de reliquias, que recurrir a artilugios mecánicos para entretener la soledad o cometer adulterio con la complicidad del marido o la fornicación de alta vitola o  indiscriminada. 

Don Apapucio toma la palabra para abundar en la acusación a Coralina. Se le acusa de puta con todas las letras, de arriba abajo, por delante y por detrás y por activa y por pasiva. Y aunque sea inútil, el procedimiento es el procedimiento; hace pasar a los defensores uno a uno. Jacinto Barallobre disfrazado de Obispo Bermúdez es el primero en comparecer. Con un discurso, “pausado en la dicción y escueto en el estilo,” se responsabiliza de los hechos imputados a su mujer. Él se defenderá no ante un tribunal del siglo, sino ante el Altísimo cuando haya muerto del todo y se haga el recuento final de cadáveres. Reaparece trasmudado en Canónigo Balseyro, trae la frasca de la viuda y se la entrega, pero ella ya no la quiere. No tiene razón de ser porque ya están juntos. Son espíritus y están en el cielo, gozando de la gloria celeste, por lo tanto el juicio no tiene sentido. La observación de la defensa hace temblar al tribunal y al público asistente, pero no a don Acisclo,  acostumbrado a las dentelladas del dragón. A él no le importa, buenos estarían en la tierra si fueran a tener en cuenta la misericordia del cielo. Allá arriba son demasiado blandos. Ellos son jueces estrella, están aquí para juzgar y lo harán porque los delitos de las cuatro mujeres están sin juzgar en la tierra. Insta al Canónigo Balseyro a ejercer la defensa si quiere. Como no tiene otra alternativa, coge la frasca y se la pone en las narices del presidente por si la mesa quiere examinar de visu la naturaleza del instrumento de importación, el verdadero cuerpo del delito. Pero al tribunal no le interesa la naturaleza de las cosas sino sus relaciones y parece evidente que las de Lilaila con el objeto son pecaminosas y contra natura. 





"Cuando, por fin, el tren fue desalojado de escena mediante el uso de mecanismos electrónicos de alto voltaje, las acusadas habían desaparecido hacia las alturas."

Don Jacobo regresa a su manteo, recupera el centro de gravedad y desde los medios les lanza un alegato de defensa de dimensiones teológicas laicas en el que trata de definir el ser que contiene la frasca. Para apoyar su discurso se ayuda de tres tecnicismos metafísicos que entienden bien los integrantes de la mesa dada su condición de “profundos metafísicos amén de artistas eminentes”: Un ser en cuanto objeto, miembro e instrumento, conceptos que van íntimamente ligados, pues lo uno lleva a lo otro. Algo es objeto en tanto es independiente en origen de la realidad presente, ya sea en actividad o en reposo. Además, nada puede ser miembro si antes no ha sido objeto. Pertenece a algo superior y complejo que pone deberes para hacer en casa y que lo podemos llamar cuerpo. Este objeto de la frasca fue miembro y ya no lo es, lo que interesa es su instrumentalidad. El instrumento, al perder su condición de miembro, ha perdido toda capacidad instrumental. No hay más que mirarlo en su flotar amorcillado e inerte en el interior de la frasca. 

El mutismo de los jueces reta a don Jacobo Balseyro que adopta la actitud atacante de un felino, un fiero tigre de la Hircania,  pues si la blandura del objeto le priva de utilidad, ¿cómo se acusa a su defendida de usar el instrumento que ha dejado de ser miembro? El cuerpo estará repartido en los estómagos de los peces que se lo comieron y en los peces grandes que se zamparon a los chicos. Y acaso los elementos bioquímicos que un día constituyeron al capitán Barallobre estén en alguno de ellos. Sólo la fe y la palabra de Dios será capaz de integrar los átomos tan desperdigados cuando llegue la hora. 

Las palabras del Canónigo Balseyro resuenan poderosas en la sala, abarcan todos los registros musicales. Van del tono ronco del contrabajo a los agudos más altos de la flauta. “Ancho era el ritmo de sus palabras,” al exclamar dirigiéndose a los cinco jueces: “Y sin embargo, señores, es cierto, históricamente, que mi defendida sostuvo relaciones con el objeto de nuestro estudio, ésas precisamente que constituyen la base material de la acusación.” El alegato aquieta las cabezas de los jueces, excepto la de don Acisclo que se mantiene alerta como un mohicano que vigila los movimientos de un rostro pálido desde lo alto de un teso. Para él no hay más que hablar, el caso está visto para sentencia y despejen la sala. Pero el canónigo no está por la labor. Sería una prueba de miopía manifiesta si ahora se cerrara el caso. Hará una prueba: levanta la frasca por encima de la tonsura, dice algo que nadie oye y el miembro rompe lentamente las cualidades instrumentales. ¡Hechicería!, exclaman unos. Hechicería no, ¡sabiduría de Lucifer!, corrige el presidente. Si ustedes no lo saben, ¿por qué lo afirman? Inquiere don Acisclo. Don Jacobo no se achica y les pregunta si ya han olvidado la virtud de la palabra, toda palabra virtuosa, incluso las usadas por el diablo, pertenecen a la Palabra con mayúscula, de ella se desprenden. Las mismas palabras utilizadas por él figuran en la tradición massorética y son legado del Señor





Como es la primera entrada del nuevo año, aprovecho para desearle a todos los lectores, amigos y visitantes Feliz Año 2018.

Aquí se acabaría el relato para una mente teológica, pero no para una mentalidad científica como la suya, él va más allá. ¿Por qué mis palabras, o esas palabras que uso como mías, pueden obrar maravillas? Y se responde: “Porque la Palabra es la clave de la Ley, es la Ley misma.” Y la Ley dice que todas las moléculas que forman un cuerpo se atraen amorosamente y sólo en la unidad del cuerpo encuentran el equilibrio. Es cierto que la muerte las dispersa, por lo tanto la muerte no es más que la desintegración de la unidad. Pero el amor que las une no desaparece, de otra forma no se entendería la reunión de las moléculas para la marcha apresurada al Valle de Josafat como respuesta al toque de trompeta apocalíptico. 

Él no puede entregar el cuerpo resucitado del capitán Barallobre a su mujer porque la integridad de la Palabra es un misterio. Sus poderes se limitan a resurrecciones restringidas. Sus palabras solo movilizan el amor dormido entre moléculas, pero son incapaces de trasladarlas. La energía va directamente al miembro concernido y le devuelve el vigor y aptitudes para el que fue creado. Pero la lozanía se desvanece y hay que volver a empezar con la Palabra. Fue esta repetición la que llevó a la criada a delatar a la viuda por creer que entretenía sus nostalgias con un artilugio de fabricación extranjera, perseguido por el Santo Tribunal de la Inquisición que ellos representan. La perspectiva de que el Almirante pueda ser el padre de Cristal y como consecuencia una de las columnas de la mitología de Castroforte se disuelva, le llevan al convencimiento de que es mejor que las cosas queden como están. 

En ese momento aparece en escena de nuevo el tren lleno de putas negras, más veloz, con trayectoria de buscapiés, echando chispas por todos los agujeros atropellándolo todo, sin dejar títere con cabeza sobre el escenario. Cuando se consigue desalojar al tren mediante el uso de mecanismos de alto voltaje aquello parece el Campo de Agramante. Don Jacobo Balseyro hace un mutis despectivo por el foro y las acusadas se elevan a las alturas.


Recuerdo bien 
aquellos «cuatrocientos golpes» de Truffaut 
y el travelling con el pequeño desertor, 
Antoine Doinel, 
playa a través, 
buscando un mar que parecía más un paredón. 
Y el happy-end 
que la censura travestida en voz en off 
sobrepusiera al pesimismo del autor, 
nos hizo ver 
que un mundo cruel 
se salva con una homilía fuera del guion.
Luis Eduardo Aute




Este comentario pertenece al grupo de lectura colectiva que desde La Acequia coordina y dirige desde hace unos cuantos años su autor, el profesor Pedro Ojeda Escudero.