miércoles, 28 de marzo de 2018

El hombre pez (4) José Antonio Abella. La llave de tu puerta.




"Albergaba una vegetación rala que sobrevivía malamente al desgaste de las olas en las mareas altas"

El hombre pez (4) 
José Antonio Abella 

El canto del gallo al amanecer activa al buhonero que despierta a Francisco. La almohada y el alba han suavizado la aspereza del día anterior con el huésped. Le da consejos de padre entre sorbo y sorbo del tazón de caldo caliente. Indicaciones de padre acostumbrado a obedecer al patrón por la buena marcha del negocio, consejos elementales a quien se enfrenta al mundo laboral por vez primera. Se resumen en dos: trabajar mucho, cobrar poco y protestar menos para tener contento al patrón. Ya habrá tiempo de reivindicar mejoras; para protestar, huelgas a la japonesa como durante la crisis, producir más con menos. Francisco se entrevista con Anso de Arpelaiz y entra a trabajar de aprendiz en su pequeña empresa. Trabajan en el astillero,  además del patrón, dos aprendices: Koldo y Erruki. Total por alojamiento y manutención contará con un joven fuerte y trabajador, lo tendrá a prueba una temporada. 

Francisco tampoco es bien recibido en el pequeño astillero. El primer día es movido. Como Francisco sigue al pie de la letra los consejos del buhonero, trabaja y trabaja sin levantar cabeza, sin conocimiento, como la mula del arriero. Tanta actividad no es bien vista por los más veteranos, viene a romper el ritmo y los vicios establecidos por la costumbre. El autor nos cuenta un caso de acoso laboral de libro, pero esta vez con final feliz que es precisamente como no suelen acabar estos casos en la realidad del mundo del trabajo. La manera de Anso de resolver el conflicto es fantástica. Con jefes así, con ese sentido de la justicia tan Llarena, solitario y sin estrella de sheriff justiciero, uno iría navegando con los barcos de su astillero al fin del mundo. Lean, lean y vean. 

Para cualquier oficio se necesita una habilidad determinada. Francisco de la Vega se tira dos años intentando aprender, pero no hay manera. Nunca es capaz de hacer un corte recto o conseguir que las hembras encajen con los machos en el machihembrado de las maderas del barco. La evidente torpeza de Francisco para los trabajos manuales llevan a Anso a degradarlo, lo rebaja de aspirante a carpintero a aprendiz de calafate. Este oficio es menos exigente y más sucio, consiste en taponar las rendijas del barco para hacerlo estanco. Para ello el calafate tiene que preparar el producto. Hierve alquitrán mezclado con sebo para que la estopa deslice y penetre en las juntas de las tablas del barco. Al acabar la jornada de trabajo tiene otra jornada de limpieza con piedra pómez para quitarse lo negro pegado a la piel, quedando como un centollo desollado de tanto raspar. 


"De haber estado bravío el oleaje, es seguro que habría elegido otro lugar, pues las olas lo hubiesen despedazado entre los cuchillos de las rocas"

Francisco comienza a pensar en las riquezas que el mar esconde cuando Perucho le cuenta que un pescador ha pescado un congrio con un doblón de oro en las tripas, encontrado seguramente en el pecio de un galeón hundido en la bahía de Cádiz. Empieza a pensar que el mar significa libertad. Como cuando Lázaro se convierte en atún nuevo, un cerebro a estrenar. Allí será el rey de las islas solitarias. Nadie se reirá de él y no le llamarán magüeto con mala baba porque los peces no hablan. El padre de Bibiñe no le descartará como novio de la hija por no ser más que un calafate, por mucho que hacer bien el oficio sea necesario para que los barcos no se hundan, los ratones sean indispensables para el gato o los mulos sean obligatorios para el trabajo del arriero. Así que el día de San Juan después de buscar verbenas y tréboles de cuatro hojas que le libren del cabayuco, como hacía en Cantabria, y ponerle el manojo de flores y yerbas a la ventana de Bibiñe, desaparece en la ría. 

La noche de San Juan es la más corta del año. Para Francisco aquella fue la noche de la libertad. Nadó con toda la fuerza que le permitían sus brazos robustos para huir de la esclavitud. Nadó a la inversa de la popular canción de taberna: desde Bilbao a Santurce a mar abierto sin parar antes de que cayera la noche, siguiendo “la estela roja que el sol poniente marcaba en la cresta de las olas.” Cuatro leguas marinas hasta la rada de Berrón. Duerme sobre unos helechos, agotado por el esfuerzo de nadar, mordido por el hambre y azotado por la sed que puede apaciguar en un arroyo a la luz de la luna. 

De mañana come mejillones y lapas que arranca de las piedras. Temeroso de que lo descubra algún campesino o pescador se tira a la mar, su refugio, lejos de las humillaciones de la tierra. Se sumerge a rescatar los orígenes, a explorar las praderas submarinas que se le parecen a la huerta de su madre en formas y colores. De sorpresa en sorpresa va descubriendo peces largos como serpientes; otros, feos como demonios amenazantes o peligrosos como el latigazo de una anémona que le deja el brazo escocido como si le hubieran azotado con una mata de ortigas. Hay hostilidad allí abajo, no todo es bello e inofensivo en la vida submarina. La flojera del brazo le obliga a descansar en la orilla la tarde del veinticuatro de junio. El veinticinco amanece entre los ladridos de los perros del pastor que le sobresaltan y le echan al mar ante el temor de ser atrapado como un bicho raro, desnudo como los animales de la mar. Así estuvo durante algunos días: huyendo de los humanos, escondiéndose mar adentro y volviendo al camastro de helechos cuando el peligro había pasado. Decidió nadar hacia poniente y pasar Castro Urdiales. En la isla Ballena roba la ropa de un enamorado y con ella bien envuelta llega a Laredo. Allí se viste y un marinero le ofrece trabajo en un barco. Come y se embarca, pero cuando descubre que el rumbo es levante, se tira al agua en alta mar. A nadar de nuevo hasta una cueva del monte Buciero donde pasa cuatro años alejado de los hombres, olvidando el habla, aprendiendo supervivencia en el mar, sumido “en un estado híbrido, a medio camino entre la naturaleza de los hombres y la de los peces, donde los instintos se imponían a las normas, las sensaciones a los razonamientos, las evidencias a los dogmas.” Partícipe de la respiración del universo. Fascinado por “las praderas multicolores del fondo marino.” 


"Vio a un delfín flotando sobre las aguas, medio muerto, enmarañado en un largo trozo de red"

Un día libera a un delfín atrapado por una red a la deriva. El pobre animal lanza al aire gemidos de auxilio que nadie escucha. El agradecimiento del delfín frotando el lomo suave contra las piernas del salvador, como un gato satisfecho se frota con las piernas del dueño con el rabo erguido, le hacen llorar y sentir sensaciones humanas que no sentía desde hacía tres años y que creía olvidadas como los besos de la madre, los abrazos de los hermanos o las caricias de Bibiñe en su pelo pelirrojo. 

La sociedad con el delfín le afianza su innata atracción por el agua. Un auténtico tratado de paz entre el hombre que pisa en falso en tierra firme y los habitantes del mar. Armisticio entre el hombre que extermina las ballenas, tiñe de rojo espeso el agua salada y que al mismo tiempo denuncia el modelo extractivo de explotación extrema del mar. Páginas de felicidad compartida de dos descartados de sus tribus: Un hombre al que obligan a abandonar a los de su raza y un delfín solitario que abandona su manada. Se enseñan sus posesiones, la cueva que le da agua de beber y los misterios fascinantes de las profundidades marinas que ningún hombre más había visto antes que él. Al lado de su amigo delfín descubre los secretos del agua, la paradoja del agua; el agua es más problema en el mar que en el desierto más seco.


"Now the beach is deserted except for some help 
And a piece of an old ship that lies on the shore. 
You always responded when I needed your help, 
You gimme a map and a key to your door. 

Sara, oh Sara, 
Glamorous nymph with an arrow and bow, 
Sara, oh Sara, 
Don't ever leave me, don't ever go."
Bob Dylan



Este comentario pertenece al grupo de lectura colectiva que desde La Acequia coordina y dirige desde hace unos cuantos años su autor, el profesor Pedro Ojeda Escudero.


martes, 20 de marzo de 2018

El hombre pez (3) José Antonio Abella. Atarse a la vida.





"Como a mí me pasó, que por ganar dos ochavos perdí la mano"

El hombre pez (3) 
José Antonio Abella 

El párroco de Liérganes, don Juan de la Rañada, le explica a María del Casar que su hijo Francisco es “Tardo, pero no lerdo.” Lo entiende todo, pero más tarde. Hace las cosas aunque sea más despacio; a excepción -eso sí- de lo relacionado con el agua,  como nadar, bucear o pescar. En eso es campeón. Un niño trasparente, sin doblez, de bondad espontánea que como no enseña los dientes, se ríen de él. 

Irán desfilando por la novela personajes típicos de la época, como el veterano de los tercios de Flandes o el mendigo de Bilbao, además de los vistos como los frailes de Cádiz o el exorcista. La figura del veterano de guerra es respetada en las sociedades que tienen el norte definido. Un soldado que sobrevive a una guerra enciende la imaginación de los que la viven de lejos. Uno recuerda la fascinación que ejercía en los niños de entonces la figura de un señor mayor del que decían que había estado en la guerra de Cuba. Vivía solo en una casa de la misma calle. Su presencia, mandona como un venerable general retirado, infundía respeto. O aquellos letreros en los asientos del metro de Madrid que decían: “Reservado caballeros mutilados.” 

En el caso que nos ocupa, se trata de un soldado de los tercios de Flandes. Estos veteranos eran admirados en la época porque habían visto mundo, cuando se tardaban tres jornadas en recorrer la distancia de Liérganes a Bilbao. Tuerto y cojo, herido en el asedio de Lille. Resobrino del párroco de Liérganes, se presenta en el pueblo el día de Corpus. Ha llegado al puerto de Laredo en un barco de los usados para transportar lana de las ovejas castellanas y de vuelta traer de Flandes productos manufacturados. El puerto de Laredo del que partieron las naves el veintiuno de agosto de 1496 para llevar a la infanta doña Juana, hija de los Reyes Católicos, a casarse con Felipe el Hermoso. De vuelta traer a la infanta doña Margarita para casarse con el príncipe Juan, malogrado heredero. Un soldado con más hambre que gloria, un poco raro porque trae libros en la mochila en una sociedad en la que el noventa por ciento son analfabetos. Cipriano Salcedo o Cervantes que también fue soldado en la más alta ocasión que vieron los siglos. Alberga la esperanza de sacar algún dinero porque son libros prohibidos en España. Como tal, escasos y difíciles de encontrar, más caros de lo normal; por lo tanto,  más buscados y más leídos. Siempre pasa eso. La secreta aspiración a la polémica de los artistas, despertar la latente, legendaria torpeza de los gobernantes ávidos de censurar y prohibir cualquier manifestación cultural o literaria para que se convierta en éxito explosivo, como las fotos censuradas de ARCO o la prohibición de las imágenes de toreros de Barcelona. Volver a prohibir escritores como hoy propone un sindicato obrero. Manda huevos, tanto caminar para volver al mismo sitio. 




"Incluso permitió vadear el Rhin a la caballería de Luis XIV en su guerra con Holanda"

Entre los libros que traía escondidos en el petate estaban las dos partes del Lazarillo de Tormes sin censurar. El libro mutilado había sido una de las lecturas favoritas de niño. Lo tiene de libro de cabecera a pesar de las advertencias del tío cura. Lo utiliza para enseñar a leer a algunos niños pobres del pueblo, entre ellos los hijos de María del Casar. A menudo les lee capítulos de la obra y los niños están entusiasmados con las aventuras de Lázaro. Lo que más les enciende la imaginación, sobre todo a Francisco, es cuando Lázaro se convierte en atún. De un día para otro desaparece igual que apareció, sin decir nada a nadie y dejando profunda huella en los chiquillos, Francisco entre ellos, callado y tranquilo pero con la mente llena de ruidos, elocuente a partir de ese momento. 

Si el año 1672 fue un annus horribilis para toda Europa, se pueden imaginar para España. Ya en aquel tiempo cuando allí tosían, aquí nos entraba una pulmonía mortal. La sequía extrema permite a la caballería de Luis XIV vadear el Rhin. La constante falta de agua de las tierras de labor españolas, a medio camino entre las campiñas europeas y los desiertos africanos, llegó aquel año a los valles verdes de Cantabria que se mudaron pardos como en la Castilla seca. Se perdieron las cosechas; como consecuencia, la hambruna y las enfermedades golpearon con fuerza a la población. 

El rey Carlos II contaba con once años y apenas se tenía en pie. España estaba gobernada por validos a los que les interesaba más que el rey tuviera heredero que las penurias de la población. Un buhonero trae una solución parcial al problema en casa de la viuda. Le propone a la madre llevar a un hijo a Bilbao para que aprenda el oficio de hacer barcos. Francisco, de doce años de edad, se presenta voluntario porque ve la necesidad de aliviar de una boca a la escuálida economía familiar. La madre acepta a pesar del dolor de desprenderse de sus hijos, pues ya el mayor se había ido al seminario. Además echará de menos las truchas frescas que Francisco pescaba a diario en el río y que quitaban mucha hambre en la casa. Don Juan el cura también apoya la marcha, al fin y al cabo recriarse en Bilbao no debe ser tan diferente, sólo está a treinta leguas de camino. 




"Nunca había contemplado cosa semejante"

La perrita canela es la única de la casa del buhonero que recibe bien a Francisco. La mujer del buhonero les agría la llegada, el huésped significa una boca más en una casa en la que no sobra demasiado. La primera noche duerme en la cuadra al lado del mulo que le calienta con su aliento, no le dan ni una manta siquiera. Sólo Bibiñe, la hija mayor, le trae un poco de tocino con pan que le permite engañar el hambre. Le gusta el pelirrojo de ojos azules. A cambio recibe la reprimenda del padre que no quiere obras de misericordia con un niño en su casa. Palabras como bombas de mano: lo matará si lo vuelve a ver con Bibiñe

El buhonero lo despide después de misa al día siguiente. Que se busque la vida para comer y que se presente en la casa al anochecer. Debe estar fresco para buscar trabajo al amanecer. Queda como criatura indefensa en la ciudad, sobre todo para quien el mundo conocido no pasa del valle de Liérganes y las pozas del río Miera. Pasa uno de los días más felices de su vida al lado de Perucho, adolescente de su edad, pobre de pedir tullido que enseña el muñón de su mano derecha para dar más pena. Le cuenta que perdió la mano en el astillero cuando aserraba unas cuadernas para un barco. Le enseña a buscarse la vida entre los hampones, la picaresca en el planeta de los descartados, a sobrevivir sin trabajar. Le sorprende la suciedad y malos olores de la gran ciudad. La gente tiraba las inmundicias en las calles al no haber huertos ni corrales como en Liérganes. ¡A ver dónde iban a tirar! Además sin gallinas sueltas como en los pueblos, perfectas máquinas de reciclar porque todo se lo comen. En esto hemos retrocedido a esos años, ahora con las heces de los perros. Obligatorio mirar dónde pisas si no quieres el regalito oloroso. También es verdad que la gente ya no suele escupir tanto como entonces por las calles, mascaban el tabaco y lo escupían todo el rato. Excepto los futbolistas por televisión, hay que ver las veces que escupen a lo largo de un partido.Un día inolvidable de  "Pan, vino y tabaco" o Guggenheim para atarse a la vida por las calles de Bilbao.  


Qué tiene tu veneno 
Que me quita la vida sólo con un beso 
Y me lleva a la luna 
Y me ofrece la droga que todo lo cura. 
Dependencia bendita 
Invisible cadena que me ata a la vida 
Y en momentos oscuros 
Palmadita en la espalda y ya estoy más 
seguro
Fito&Fitipaldis



Este comentario pertenece al grupo de lectura colectiva que desde La Acequia coordina y dirige desde hace unos cuantos años su autor, el profesor Pedro Ojeda Escudero.


martes, 13 de marzo de 2018

El hombre pez (2) Jose Antonio Abella. La vida alrededor.





"Hijo del agua"

El hombre pez (2) 
Jose Antonio Abella 

Un fraile dominico de aspecto tenebroso se presenta en el convento gaditano veinte días más tarde, cuando el obispo casi se había olvidado del asunto del hombre marino. Cocido a fuego lento en mil batallas contra el diablo, el mejor exorcista de Andalucía a juicio del arzobispo de Sevilla. Su sola presencia impone respeto sobrehumano; su aliento, pánico. Con las primeras claridades del día, cuando los diablos están cansados de la noche y más descuidados les cae encima el exorcista con todas sus armas: el crucifijo en una mano y en la otra el hisopo de agua bendita que moja en el calderillo de vez en cuando para rociar la espalda cubierta de rugosidades del hombre pez. “Pan, vino, tabaco” es lo que obtiene por toda respuesta de la retórica de combatir diablos del fraile dominico. La réplica enciende al exorcista al creer que se burla de él. La tensión del momento le pone al rojo vivo todos los marcadores y le da un vahído. Los buenos cuidados de los frailes franciscanos durante varios días recuperan el cuerpo desmayado del dominico y poco a poco lo van sacando de la depresión por el fracaso con el diablo. El exorcista, que nunca da por perdido un combate, se castiga por la derrota, se entrega a la flagelación y la disciplina. Una semana a pan y agua para fortalecer el espíritu. 

Mientras tanto los frailes compran una tinaja enorme a un tabernero vecino. En su interior caben tres personas con holgura. La llenan de agua con gran trabajo y el exorcista la bendice con sales del mar Muerto bendecidas por el Papa. El propósito del exorcista es hacerle una inmersión completa al hombre pez para ver si los demonios son capaces de resistir tanta agua bendita. Lo que ocurre no es para contarlo, hay que leer para creer porque tampoco lo contaron los testigos. El amor está en el agua, vivir para cantarlo. 

Al día siguiente del exorcismo frustrado llega carta en el correo de Madrid. Don Domingo de la Cantolla da cuenta de otra recibida del párroco de Liérganes en la que se puede leer que cinco años atrás Francisco de la Vega y del Casar había desaparecido en la ría de Portugalete. Francisco era hijo de una familia de labradores pobres de la villa. Siete años atrás sus padres lo habían enviado a Bilbao a que aprendiera el oficio de construir barcos. 

La novela pega un volantazo, el autor nos traslada de lugar y tiempo, de las arenas del sur caliente a las tierras del norte agreste. De la vida monacal en un convento franciscano en el que las necesidades básicas bien cubiertas permite a sus moradores dedicar el tiempo a la poesía mística, pasamos a la prosa sin corsé y más pedestre de una familia de labradores de pocas tierras en la que los padres tienen que espabilar para dar de comer a los vástagos en un invierno seco de hielos agresivos que dejan tierras estériles, duras como un camino. En los libros de historia saldrán los tejemanejes del rey Felipe IV para dejar heredero, incluso que ese febrero padecía estreñimiento a causa de unas hemorroides que le traen a mal traer. De los pinceles de Velázquez sale su último óleo, (muere en el mes de agosto de 1660): el retrato de Felipe Próspero, heredero del trono malogrado a los tres años de edad. 


Felipe Próspero
Diego Velázquez
Kunsthistorisches Museum de Viena

Como ya hemos señalado, Francisco nace en febrero, apenas mes y algo después del fallecimiento de su padre en un accidente laboral. Fuego y agua, elementos fundacionales de la vida e ingredientes activos de esta novela. Incinerado queda en una carbonera de los montes de Vizcaya. Actividad a la que se dedica en los inviernos para complementar los magros ingresos de la agricultura. Si nos fijamos un poco, vemos que el autor repite la técnica narrativa. Primero da la fecha de un suceso y luego nos cuenta qué pasa hasta llegar a ella. María ya siente síntomas de parto cuando coge la tabla y el cesto de la ropa para irse a lavar. Normalmente lo hace en la puente del batán, pero esa mañana baja hasta el río porque del hueco de un fresno que flanquea el camino sale un intenso olor a gato muerto. Allí junto a la poza grande donde se bañan los niños en verano, Modesta la molinera la descubre junto a un recién nacido que ni llora ni respira entre las piernas. Ella lo pone boca abajo, le da unos azotes en la espalda hasta que “rompe a llorar con un berrido agudo y desesperado, creciente y perturbador como el maullido de los gatos durante la cópula.” Así paren las madres, así venimos al mundo, como los animales. Francisco nace entre los dolores de la madre desmayada y se escurre como un pez, buscando el agua, la querencia para vivir o morir. Cuando llega el cura, la partera ya lo ha reanimado y lo ha puesto a los calostros de la madre. Lo bautizan la tarde del domingo como era costumbre: bautizar enseguida para que si el niño muere vaya al cielo y no al limbo de los justos, saturado de almas inocentes. 

El día del bautismo berrea como un condenado y vuelta a buscar su querencia en el agua desde bien pequeño. Se le escurre al padrino y cae en la pila del agua bendita. Y he aquí que nadar como un batracio y parar de llorar es todo uno. El Santo Oficio prohíbe hablar de este anecdótico suceso, no fuera a ser que algún inquisidor posterior lo relacionara con un oscuro episodio de herejía que se le hizo en 1734 a Fray Juan de la Vega, descendiente de Francisco, que fue acusado de molinesista, seguidor del escritor y teólogo Miguel de Molinos y su quietismo. 




"Los frailes del convento de San Francisco pensaban elaborar un vino secreto, mejor que los de Jerez" 


Francisco padre siempre decía que ya no hacía el frío de antes. Él, que había nacido con el siglo, recordaba el invierno de 1624, en el que se candaron todos los ríos de España, los grandes y los chicos. El hielo rompió las barcas de un puente para pasar el Ebro en Tortosa. Aquel invierno tampoco dejó de nevar. Él se iba al monte, a las carboneras, dejando a su mujer en casa, de nuevo embarazada, con la lechigada de hijos. No era el frío lo que le congelaba el alma, sino la pujante juventud de ella. Contaba ya cincuenta años cuando se la ofrecieron por esposa. María del Casar tenía dieciséis años y un hijo desde que salió de casa a servir en otra casa de ricos. Aunque los hijos, la poca comida y el mucho trabajo la avejentaran pronto, sin embargo, nunca tanto como a Francisco que se llenaba de un día para otro de los achaques propios de la edad. A Francisco le llevan los demonios que Anselmo, compañero de monte y carboneras, le advierta que debe guardar el rebaño si no quiere ver que se lo come el lobo. Las nieves de noviembre son traicioneras, tronchan muchas ramas de los árboles, le hunden el tejado de la choza y le dislocan el tobillo. Bajan a Francisco cojo y durante el mes y medio en cama se le disipan las nieblas de la sospecha sobre la fidelidad de su mujer y tiene tiempo de pensar en los hijos. Quiere que estudien y aprendan lo que ellos no pudieron. Así se lo pide al cura, don Juan de la Rañada, que accede como hombre de bondad espontánea a enseñarles a leer y a escribir con la esperanza de ganarlos para su causa y que alguno de los cuatro hermanos pase a engrosar las filas del clero. 

La infancia de Francisco transcurre feliz. El relato de la niñez de Francisco podría ser un cuento independiente, lectura para niños con planteamiento, nudo, desenlace, misterio y moraleja. Una preciosa historia adaptada a la edad de los protagonistas que tiene de todo: bullying en las calles y matonismo submarino. Los veranos va a bañarse a las pozas del río, al cuidado de los hermanos mayores. Cuando tenía dos años, cuando aún no andaba porque tenía retraso en la movilidad, ya gatea a la poza para nadar sin que nadie le enseñe, para enfado de la madre que recuerda que casi se le ahoga al nacer. 

Después la historia del hijo del alcalde, Quinquicinco (con rima consonante y ripiosa como “La talla treinta y ocho me aprieta el…”). Cómo Francisco le gana cuatro reales y como consecuencia sufre el acoso del hijo de la autoridad y sus secuaces, mozalbetes de unos catorce o quince años, puro rencor, que no soporta que un niño le haya dejado en ridículo. Y la cruz de la moneda cuando Quinquicinco urde un plan para rescatar las coronas de plata de la Virgen Blanca y del Niño Jesús que desaparecen de la iglesia y le echa la culpa al Ojáncano, un habitante legendario de los bosques más tupidos de Cantabria y de las pozas más hondas de Peña Cabarga. Consigue que desaparezca la segunda parte de la rima y queda como el héroe para la gente de Liérganes.


El tren de ayer se aleja, el tiempo pasa, 
la vida alrededor ya no es tan mía, 
desde el observatorio de mi casa 
la fiesta se resfría.
Joaquín Sabina



Este comentario pertenece al grupo de lectura colectiva que desde La Acequia coordina y dirige desde hace unos cuantos años su autor, el profesor Pedro Ojeda Escudero.

lunes, 5 de marzo de 2018

El hombre pez. Jose Antonio Abella. Como el agua clara.




"Así fue como pudieron capturar al hombre pez. Entretenido en los trozos de pan que le lanzaban, no se percató de que las cuatro barcas habían cerrado con sigilo una almadraba en torno a él" 


El hombre pez 
Jose Antonio Abella 

Los hechos que se narran en “El hombre pez” ocurren en España durante la segunda mitad del siglo XVII; es decir, en el Siglo de Oro para la literatura y el arte; o Siglo del Barroco, tomado éste no sólo como estilo artístico, también como referencia a toda una época de la cultura europea. Una voz narradora en tercera persona acompaña la lectura dejando tras de sí  una sensación de orden. Eso sí, el esfuerzo del narrador por darle voz al hombre pez que es casi mudo es encomiable y digno de resaltar. Una voz narradora que hace de lazarillo al mutismo del protagonista, una guía que traslada la voz silenciosa del hombre pez a los lectores. El autor utiliza con habilidad el recurso epistolar para tejer el avance de la acción. 

Conviene dar unos apuntes sobre el contexto político, social y artístico del periodo para comprender un poco mejor los hechos que se narran en el relato, porque a pesar de que  parezcan extraños o fantásticos, no dejan de ser producto de su tiempo y las historias miradas con ojos permeables y adaptados al momento en el que ocurren encajan mejor que las historias examinadas con sañuda mirada de dron contemporáneo. El Barroco corresponde con un periodo histórico de enorme desarrollo cultural en el que sobresalen algunos de los artistas y científicos más destacados de la historia como Diego Velázquez (1599-1660), Rembrandt (1606-1669), Locke (1632-1704), Vermeer (1642-1675) o Newton (1642-1727). Lo cual no puede hacernos olvidar los horrores de las guerras que ensangrentaron los campos y ciudades europeas y trajeron periodos de hambrunas y epidemias que diezmaron la población. 

Las reinas y los reyes ostentaban un poder inmenso en la Europa del siglo XVII. Como muestra, el botón francés de Luis XIV, llamado el Rey Sol a semejanza del Dios Apolo por el apoyo que prestó a las artes y a la cultura. Reinó de 1638 a 1715, años en los que Francia floreció en la cumbre como el “sol con uñas.” Hasta se le suicidaban los cocineros cuando sus platos no conseguían la aprobación del monarca. Pero en Inglaterra, siempre tan suyos, siempre inventando leyendas negras españolas, las tropas victoriosas comandadas por Cromwell decapitaron al monarca Carlos I por traición en 1649. En 1680 se extinguía el pájaro dodo en Australia. No sería difícil que el hombre marino y sus delfines se cruzaran con algún barco negrero portugués camino del puerto de Lagos, en El Algarve, donde distribuían la carga de esclavos para toda Europa. En algún lugar del viejo mundo Stradivarius (1644-1737) perfeccionó el arte de la fabricación de violines para extraer a la madera tonalidades musicales no usadas hasta entonces. Lo que nunca se ha descubierto es el secreto del barniz utilizado por el célebre lutier. 





Durante el siglo XVII España estuvo gobernada por una monarquía absolutista. Reinaron los llamados Austrias menores, Felipe III (1598-1621), Felipe IV (1621-1665) y Carlos II (1665-1700). El imperio español ya era un gigante con pies de barro, la sociedad empobrecida se veía incapaz de mantener el esfuerzo bélico requerido por los distintos frentes de un imperio donde no se ponía el sol. Las guerras eran una sangría económica que empobrecía las sociedades y tierras peninsulares. La población española rondaba los ocho millones de habitantes a principios del siglo XVII y no hizo otra cosa que disminuir durante el Siglo de Oro como consecuencia de las numerosas dificultades del siglo. La ciudad más poblada era Sevilla, centro del comercio con América. Aunque Carlos II siempre ha tenido mala prensa, que si Rey Pasmado, que si hechizado o enclenque incapaz de dejar heredero; sin embargo, bajo su reinado se inicia una ligera recuperación económica y demográfica, claramente consecuencia de la Paz de los Pirineos de 1659 por la que terminan las pretensiones territoriales españolas en el extranjero, ajustando con buen criterio las ambiciones a los medios disponibles. 

La novela cuenta con un índice muy claro (como la autopista ancha que nos esparrama los ojos de asombro cuando los provincianos vamos a Madrid, la Villa y Corte, "rompeolas de todas las Españas") en el que seguir el hilo argumental. Podemos así recorrer paso a paso las andanzas del protagonista a lo largo de la novela sin riesgo a perdernos. Cada uno de los cuatro capítulos mayores, titulados de manera individualizada, cuenta con una entradilla, resumen del contenido al estilo de los relatos de la época a la que se refieren. Van acompañadas de unas ilustraciones deliciosas a modo de “portadillas interiores.” Unas letras capitulares de bella factura encabezan cada uno de los capítulos, dándole al conjunto un aspecto de cuidada edición. A destacar la ilustración de la portada, una sirena macho sin barbas que se alimenta de peces chicos.





"Y de nuevo el hombre pez surgió de las aguas, esta vez sin su cohorte de delfines"

El autor dedica la novela a su nieto Arturo que nació mirando al mar. Seguramente cerca del mar como Joan Manuel Serrat que nació en el Mediterráneo o el Lazarillo que dio el primer llanto en las aguas dulces del río Tormes porque su madre era molinera. Y dos citas, una del “Diario de un poeta recién casado” de Juan Ramón Jiménez relativa a la soledad del mar y la otra del Padre Feijoo referida a la historia extraña cuya narración va a comenzar y que nos dirigen a las arenas cálidas del sur peninsular, al pie de la junta de las aguas del mar Mediterráneo con las del océano Atlántico

Unos pescadores de Cádiz descubren en alta mar a un hombre que nada y se zambulle entre delfines. Le preparan una encerrona (una almadraba en argot marinero de los pescadores) entre unas cuantas barcas, lo atrapan en las redes y lo llevan a tierra firme. Es pelirrojo, de largas guedejas enmarañadas y barbas bermejas de varios días sin afeitar. Alto de estatura y musculoso de piernas y brazos de tanto batirse con las olas y las tempestades. Tatuada la piel por la naturaleza. Los pescadores lamentan que no tenga cola de pez, ya pensaban sacarle partido, pensaban pasearlo por el Mentidero y la plaza del Mercado como fenómeno de circo y retirarse de los peligros de la mar. Las rugosidades a modo de escamas que presentaba no iban a ser suficientes para dejar de pescar. Fuerte, pero manso y algo en el fondo de sus ojos que da confianza. Todas las esperanzas se derrumban al comprobar que en el puerto de pescadores los espera la autoridad; un notario de la Inquisición y un fraile franciscano se hacen cargo del hombre pez. Lo llevan a las dependencias del Santo Oficio para sonsacarle, pero lo único que sale de su boca muda, desentrenada de habla, es “Liérganes” que a ninguno de los presentes les dice nada. Al que sí le dice es a don Juan Fernández de Isla, a la sazón obispo de Cádiz y natural de Arnuero, villa situada a unas siete leguas de Liérganes, famosa por la fábrica de cañones para la armada. Advierte que si el hombre marino no ha sido acusado de herejía o judaísmo, la detención  contraviene la normativa, y eso es algo que el prelado no puede tolerar. Escribe una breve disposición para que el detenido sea trasladado al convento de San Francisco, lo cual le parece bien al notario de la Inquisición  y que sean otros los que lidien con el mudo. 




"Pensaban los pescadores pregonar su captura en el Mentidero y en la plaza del Mercado"

El obispo mueve su red de influencias y conocidos, escribe a don Domingo de la Cantolla, Secretario General de la Suprema Inquisición, que da la casualidad de ser natural de Liérganes para que recabe cualquier información sobre el caso en la zona. A vuelta de correo, quince días a caballo después, llega la respuesta de don Domingo de la Cantolla en la que se dice que con esa fecha ha escrito al párroco de Liérganes para que le cuente si ha habido noticias de algún hombre marino de piel escamosa. Total, nada que no supieran en Cádiz. Y poco más habían descubierto en el convento en el mientras tanto. Fray Servando de la Peña, compañero de celda del hombre salido del mar y experto en la poesía mística de Juan de la Cruz, dominico herido por un cervatillo huido, sólo le oye pronunciar: “Pan, vino y tabaco,” como si en vez del mar hubiera salido de una taberna. Si el medio poeta hubiera sido hombre de mar, habría sabido que era el habla de los delfines lo que él identificaba como “chasquidos de lengua, castañeteo de dientes, gorjeos cortos, como los de los gorriones, y chillidos largos, como los de ratones y conejos.” Y no hubo manera de que de sus cuerdas vocales desentrenadas al habla saliera nada más, y mira que los frailes intentaron enseñarle conceptos hondos como fe, esperanza y caridad o humildad, paciencia y castidad. Que para eso eran frailes. Pero no hubo manera. 

Otra cosa que aprendieron fue que el hombre silvestre venido del mar se aliviaba en cualquier sitio, como los perros chicos o los gatos sin domar. Un Azarías en la edad de la inocencia que dejaba los olores por donde quiera. Un día hasta mea en la pila del agua bendita para escándalo de la congregación de frailes y del obispo que ordena quitarlo de su vista para siempre. Ya no le interesa nada si viene del mar o de la luna. De Arnuero o de Liérganes. Pero he aquí que pronunciada la palabra Liérganes por el obispo como un latigazo y alzar la vista, de continuo baja, es todo uno. La mar de su infancia y una luz inmaculada, que confunde el aliento de Dios con la inocencia del hombre, sale de la mirada del hombre pez, del ángel, del diablo o de lo que sea. El obispo resuelve que la vía para asegurarse de qué tipo de ser se trata es hacerle un exorcismo, no sin antes abandonar las veredas menos transitadas,  pues por el camino angosto no se llega a ciudad grande. Al fin y al cabo nada se pierde por intentar extraer diablos de donde no los haya. De la misma forma que se puede vivir después de la extracción por equivocación de una muela sana.


Como el agua clara 
Que abaja del monte 
Así quiero verte
De día y de noche
Camarón de la Isla



Este comentario pertenece al grupo de lectura colectiva que desde La Acequia coordina y dirige desde hace unos cuantos años su autor, el profesor Pedro Ojeda Escudero.